miércoles, 14 de abril de 2010

La Bruja y el Desequilibrado

La manera más reconfortante -aunque no infalible- de desconcertar es ser amable con quien te da una coz. Lo comprobé hace poco cuando, en nombre de una empresa, respondí con corrección exagerada a un comentario muy crítico. Al ver la reacción inmediata del protestón, que dio las gracias por la respuesta y rebajó en varios grados el tono de su siguiente mensaje, recordé un incidente que viví hace unos años con una vecina ocasional que era además mi casera. La mujer, cincuentona, en apariencia soltera y con un ojo a la virulé, se ganó de inmediato el apodo de La Bruja, no tanto por su apariencia, que ciertamente no ayudaba, como por su primera muestra de vecindad, que fue llamar a mi puerta pasadas las nueve de la mañana porque tenía la radio demasiado alta y no podía dormir. Con esa tarjeta de presentación y las maneras esquivas que demostró, tuvimos una relación perfecta de no convivencia durante aquel verano.

Al año siguiente o quizás al otro, unas humedades que aparecieron en la pared motivaron la visita de unos técnicos, así que el señor responsable de aquel asunto me avisó de que a tal hora pasaría un perito y me pidió que, si podía, se lo dijese a mi vecina, que en aquel momento no estaba en casa. Le dije que lo haría. Transcurrido un tiempo, oí movimiento en el piso de arriba y subí enseguida a dar el recado. Llamé al timbre y esperé. Volví a llamar y esperé. Escuché sonido de agua correr. Llamé. Oí a mi vecina hablando por teléfono. Seguí llamando. Esperé de nuevo. Insistí varias veces más. Llamé por última vez y, llena de rabia e impotencia, regresé a mi casa.


Estaba tan indignada, tan dolida ante aquella indiferencia y aquel desprecio, que decidí mandarle una nota para dejarle claro que, como necesitase mi ayuda, ya podía echar mi puerta abajo que ni de broma le abriría. Cogí papel y bolígrafo y empecé a escribir, pero ya en las primeras líneas la intención se me torció. Le conté, como tenía previsto, que había llamado a su puerta con insistencia y que ella, sin saber si timbraba porque tenía algún problema, para pedirle auxilio o sólo porque necesitaba sal, se había negado a abrirme. Le afeé el comportamiento y le aseguré que, pese a todo, si alguna vez ella tenía algún problema, necesitaba auxilio o se quedaba sin sal, no debería dudar en llamar a mi puerta porque yo sí le abriría. Cuando estuve segura de que el piso de arriba estaba vacío, subí con sigilo y dejé la carta pegada con un celo en la puerta. No sé si aquel día tenía que trabajar o qué, pero cuando volví a casa a última hora de la tarde encontré un sobre en el suelo de la entrada. La nota decía:


María,

todo ha sido un malentendido y no quisiera caer en la dinámica de una mala relación vecinal. Al estar sola, no llamo a mi puerta y no distingo el sonido del timbre del piso y del timbre del portal; de este último hago caso omiso porque he recibido toda clase de bromas. Con mis amigos utilizo el móvil. Prometo estar más atenta y le ofrezco mi número de teléfono (lo dejaba escrito) para ulteriores ocasiones. Me tranquiliza tener buenos vecinos y yo no respondo en absoluto a la imagen que se ha forjado de mí. Llame a mi puerta cuando guste.


Llamé de inmediato como prueba de que no existía por mi parte resquemor, y se mostró encantadora. Unos días después, con el mismo ánimo, me presentó a su padre, un señor mayor y achacoso al que, según parecía, le había hablado de mí. Podría decir que desde aquel momento dejó para siempre de ser La Bruja y que aprendí la lección del desafortunado malentendido, pero lo cierto es que mi vecina volvió a sus maneras esquivas al año siguiente y cuando llamé a su puerta al final del verano porque no habíamos tenido oportunidad de saludarnos me trató con la desconfianza de quien escucha a un charlatán que quiere sacarle los cuartos. Aquel día replegué mi cortesía de inmediato y reculé hacia la puerta con intención de no volver. Y no lo hice.


Me quedó, sin embargo, ese regusto de haber sacado, aunque fuera sólo por un rato, un buen sentimiento o dos de aquella mujer.


(No sé por qué... pero acabo de acordarme de aquel forajido del cuento de Flannery, el Desequilibrado, cuando decía:

-Habría sido una buena mujer si hubiera tenido a alguien cerca que le disparara cada minuto de su vida.
Lo dice él, no yo.)