domingo, 24 de enero de 2010

Sagradas lecturas

Los caminos de Dios son inescrutables; los de Twitter también. Este de hoy pongamos que empieza cuando un día, un poco por desconcertarla y otro poco por pedir un regalo que obtendría seguro, le dije a mi madre que quería una Biblia. Más tarde de lo que había imaginado y cuando ya casi se me habían pasado las ganas de leer lo que de niña tantas veces había escuchado, acabó comprándomela. Tardé yo también un tiempo en ponerme a leerla y cuando lo hice empecé, por supuesto, por el principio. Siempre me ha gustado la Historia Sagrada y ahora recuerdo que la experiencia más fascinante y al mismo tiempo más frustrante de mi vida como católica era la de escuchar en misa los fragmentos narrativos de los evangelios y quedarme siempre con las ganas de que el cura siguiera leyendo en lugar de pasar a la monotonía de los rezos.
Con el ánimo de recuperar esas historias y leerlas sin cortes ni humaradas de incienso fue con el que emprendí la lectura de mi Biblia nuevecita, pero a las pocas páginas encontré una villanía que me pareció mucho peor que la de Caín y que, pese a ello, no recuerdo haber oído condenar a ningún cura con tanta vehemencia como la muerte de Abel. La culpa de todo la tuvo Abraham, ese viejecito reverenciado que, por pura cobardía y sólo para salvar su miserable pellejo, se hizo pasar por hermano de su mujer, la buena de Sara, y la echó en los brazos del faraón. Y no es una interpretación; se lo dijo así: “Mira, tú eres una mujer muy hermosa. Tan pronto como te vean los egipcios, dirán: Es su mujer; a mí me matarán y a ti te dejarán con vida. Por favor, di que eres mi hermana, para que se me trate bien gracias a ti, y en atención a ti respeten mi vida”. Al llegar a esta parte, que no había alcanzado a comprender en toda su crudeza hasta que la leí por mí misma, dejé el tomo robusto y abandoné para siempre la sagrada lectura.
A excepción del relato del portal de Belén, que he releído alguna Navidad, no volví a acordarme de esas historietas bíblicas hasta que hace unas semanas me encontré a un cura en Twitter. A un cura, sí, un cura que se hace llamar así: “un cura”, y para descubrir si de sacerdote tenía algo más que el nombre se me ocurrió formularme una pregunta que me asalta con cada comienzo de año: ¿Qué determina que la Semana Santa baile siempre en el calendario? Con la parquedad que imponen los 140 caracteres de cada tweet, me dijo algo sobre que la luna llena cayese en domingo, y la explicación me pareció tan pagana que tuve que decírselo. Lejos de ofenderse, el bueno del cura tuvo a bien darme unas cuantas pistas en sucesivos mensajes que, además de refrescarme la memoria, han hecho que la fascinación por esas narraciones vuelva a aguijonearme con la misma intensidad que otras veces me provocan los mitos griegos.
Así me lo dijo:


un_cura:
yo creo que no [se refería a mi acusación de que la explicación era pagana]. Como todo en la vida depende de como se utilice.
un_cura: se basa en la Luna pq según la tradición los judíos al huir de los egipcios lo hicieron con luna llena y así no tener...
un_cura: que encender antorchas y la huida de la esclavitud a la libertad es lo que significa Pascua=paso, de la oscuridad a la luz
un_cura: es una explicación mal explicada en pocos caracteres -acabó disculpándose el bueno del cura.

He vuelto a coger la Biblia y he buscado la historia de la luna y los israelitas. He leído por encima, pero antes de encontrar nada sobre ese episodio lunático me he topado con aquel momento en que Dios mata a todos los primogénitos de Egipto. “Hubo llanto general en Egipto, porque no había casa donde no hubiera un muerto”. Y me ha vuelto a entrar el repelús y la desgana...
Convencida de nuevo de que mi senda lectora seguirá siendo laica, lo único que me pregunto ahora es en qué intrincado camino volverá a tentarme el Señor.

domingo, 17 de enero de 2010

La titiritera errante

El año nuevo ha traído buenos propósitos y esas cosas, pero se ha llevado a Lhasa de Sela. Lhasa era una chica que descubrí hace tres o cuatro años y que tenía cara de no irse a morir nunca. Había nacido hace 37 años en el estado de Nueva York, hija de mexicano y estadounidense, y desde los 19 años vivía en Montreal. Por eso, componía y cantaba en inglés, en francés y en español con el mismo desgarro unas veces, con la misma nostalgia otras, con la misma exquisitez siempre.

Su historia la recordó hace unos días Carlos Galilea en un obituario en El País, en el que la llamaba ángel errante.

A mí me tenía más bien cara de titiritera, de maravillosa titiritera. Cara de no irse a morir nunca.




domingo, 10 de enero de 2010

Las trampas de la memoria


La memoria es embustera. La buena memoria, yo diría incluso que tramposa. Juega con los recuerdos más certeros de la gente, deja confiar a las personas en que esos recuerdos son la vida, su vida, y de vez en cuando, cuando el relato de aquel episodio tantas veces recordado forma parte ya del retrato vital de quien lo cuenta, un flash de la memoria, a modo de fe de errores, viene a cambiar un detalle esencial de la historia y la deja patas arriba. Al dueño del episodio se le queda entonces el cuerpo y el alma en cueros y un estúpido velo de desconfianza ensucia sin remedio, como canela sobre arroz con leche, la veracidad de todo el recuerdo. “Si no era Pedro el que vino conmigo a aquel viaje, ¿quizá tampoco yo estaba en Roma, sino en Milán y todo ocurrió dos años más tarde...?”, se atormenta tal vez el de la buena memoria. “Si esa canción no se había grabado todavía, ¿no fue entonces Pablo con el que la bailé aquella noche?”, se interroga la que nunca dudó.
A mí me ha pasado más de una vez releyendo alguna de las historietas de este cuaderno y he sentido tal bochorno repentino al darme cuenta de que lo removido, escrito y publicado no era del todo cierto que me han dado ganas de añadir una nota a pie y reconocer el dislate para que todo el mundo -bueno, el selecto grupúsculo que lee este blog- sepa que no quería engañar a nadie y que, si me falla la memoria, no lo hace la intención.
Al final me doy cuenta de que la verdadera engañada soy yo y hasta he llegado a pensar si una segunda versión del mismo recuerdo que hoy me parece más precisa no acabaría siendo enmendada, una vez escrita, por otra revelación inoportuna que mi caprichosa memoria quisiera hacerme dentro de un mes.
Después de un buen rato de tormento existencial, he hallado por fin consuelo en una frase atribuida a Benjamin Disraeli, el político británico, al que le he tenido que regalar media sonrisa: “Como todos los grandes viajeros, yo he visto más cosas de las que recuerdo... y recuerdo más cosas de las que he visto”.
Quizá él, como ahora yo, sólo aspirase a que sus historias fuesen verdaderas, aunque tampoco hubiesen ocurrido en realidad justo como las contó.

viernes, 1 de enero de 2010

Propósitos

Acabar el año es un regalo. No por los doce meses vividos, una satisfacción imposible cuando el que se acaba es, por ejemplo, un año para olvidar. Acabar el año es un regalo porque supone otra oportunidad para vivir mejor, para reformular esperanzas, para enderezar caminos que durante los meses precedentes quizá se han torcido. Acabar el año es el regalo de empezar uno nuevo: limpio, entero y sin ningún tachón.

Ese año en blanco, que como una libreta nueva parece que está pidiendo planes y propósitos escritos con buena letra, genera a veces el mismo entusiasmo vital, la misma revolución interna y silenciosa, que a mí me provocan algunos libros, da igual que sean novelas, ensayos o, incluso a veces, poesía.

El que ha logrado eso ahora, justo cuando empieza el año, ha sido Daniel Pennac y lo ha hecho con un libro que escribió hace casi dos décadas y que, hablando a su vez de libros y de lectores, funciona como un revulsivo para la vida. Como una novela es una obrita breve que enseña y anima a hacer a niños y jóvenes uno de los regalos más grandes y duraderos que recibirán nunca y que recuerda a los mayores que lo han recibido ya que leer es una de las formas más eficaces de ensanchar, intensificar y exprimir nuestro paso por esta tierra efímera donde el tiempo muere y nace con sólo comer doce uvas. Parte del secreto es éste:

“El tiempo para leer siempre es tiempo robado. (Al igual que el tiempo para escribir, por otra parte, o el tiempo para amar) […] El problema no está en saber si tengo tiempo de leer o no (tiempo que nadie, además, me dará), sino en si me regalo o no la dicha de ser lector”.