domingo, 30 de noviembre de 2008

Casas natales

Yo no llegué a verlo, pero cuentan que mi casa, la que en realidad nunca llegó a ser mi casa, tenía una viña larguísima y tupida, como un corredor de arcos florales, que avanzaba perpendicular a la vivienda hasta recorrer buena parte de los cuatro mil metros cuadrados que medía entonces la finca. Cuentan también que en el terreno abundaban en el pasado los castaños y, por eso, quien tiene todavía memoria de los nombres de las cosas de antes sabe que los de aquella casa somos aún "os do Castiñeiro". En ella nació mi padre y sus hermanos, mi abuela y sus hermanos, mi bisabuela y sus hermanos y, al menos, también mi tatarabuela y sus hermanos. Ni mis hermanos ni yo recordamos ya como era.
Cuando yo nací creo que habían derribado ya el inmueble o a punto estaban de hacerlo. Lo cierto es que mis padres se habían instalados ya en un piso de alquiler, justo enfrente del terreno familiar, a la espera de que en el trozo de finca que el Gobierno no iba a necesitar para construir una autopista se levantase su nueva vivienda. Aunque no había vacas, por la casa nueva pasaron ovejas, corderos, cerdos, conejos, gallinas, gatos y perros. Ahora sólo quedan gallinas, un perro, una perra y una gata llamada Cati.
Quizá para compensar la pérdida de nuestra casa vieja, mi hermano mayor y yo fuimos de los pocos y afortunados niños que pudimos caminar y pedalear libres y sin pagar peaje hasta el puente de Rande, y más allá si hubiésemos querido. La autopista era entonces todo lo contrario a lo que acabaría siendo: un camino silencioso, vacío, seguro, donde los pasos o las pedaladas eran siempre lentos, de paseo.
Eso duró unos años, pocos, y enseguida el zumbido continuo de los coches, convertidos a fuerza de velocidad en meros borrones sobre el asfalto, empezó a competir con nuestras voces en casa y con nuestras canciones en el patio del colegio, un pequeño colegio de parroquia al que la autopista también comió, según creo, unos buenos bocados de terreno.
El ruido acabó mitigado con dobles ventanas y resignación y lo que al principio pudo parecer una casa triste y castigada, con una pequeña viña de fruto escaso y un terreno que palidecía recordando lo que fue, se transformó poco a poco en un lugar privilegiado, al menos, para nosotros, que teníamos un enorme patio de juegos con hierbas, árboles, tierra, frutas, agua... donde las hojas del sauce llorón se convertían en pescados y unos hierbajos redondeados que crecían a ras de suelo eran bistecs y las habichuelas que acabábamos de sacar de su vaina nos servían de imaginarias monedas en un bloque de cemento agujereado que usábamos como tragaperras. En aquella finca cabía el mundo y unos cuantos planetas más.
La casa nueva es lo más parecido que mis hermanos y yo tenemos a la casa donde uno nace. Pero si quisiésemos que los hijos que a partir de ahora podamos llegar a tener naciesen en la misma casa en la que nosotros espiritualmente nacimos lo tendríamos muy difícil.
Tres décadas después de haber caído la vieja casa, esa autopista por la que de niña yo paseé en bicicleta necesita crecer de nuevo y, según dicen algunos políticos, debe hacerlo por encima de la casa nueva, mi casa, y hasta del colegio en el que estudié. Los coches quieren comerse también buena parte del instituto, la iglesia nueva, el centro de salud y el pabellón de deportes, además de otras casas como la mía. Ayer salieron los vecinos a la calle para protestar, según cuenta el periódico.
Hoy me ha tocado manifestarme a mí.

domingo, 23 de noviembre de 2008

El precio de ser

Un día de hace unos años, en la presentación de un programa de educación para países en desarrollo, escuché a Donato hablar de la pobreza. Yo estaba tomando notas y esperaba una frase sencilla y redonda del futbolista, una petición de dinero, de medios para los que no tienen, un llamamiento a la educación como herramienta para salir de la miseria, pero Donato, que se crió en una familia humilde de Rio de Janeiro, no pidió eso. Para los pobres, Donato pidió respeto. Lo dijo así, de forma sencilla, sin levantar la voz, sin aspavientos, y en apariencia nada se movió en aquel salón de plenos.

Aquella era una frase tan pequeña, tan díficil de encajar, que al final creo que ni siquiera la usé en mi breve reportaje, pero de todas las que he oído durante estos años en entrevistas, ruedas de prensa, presentaciones... ninguna me ha llegado tan dentro ni me ha hecho pensar tanto como aquella pequeña frase: pensar en todas las miradas desdeñosas que he lanzado, que he visto lanzar hacia los que no tienen; pensar en todos los ojos que ni siquiera han llegado a posarse en ellos mientras un gesto con la cabeza bastaba para decir que no, como si desviar la atención hacia el que pide, hacia el desharrapado pusiese en peligro el trazo recto e impecable de mi vida, de nuestras vidas; pensar en esa terca voluntad que tenemos de hacerlos invisibles, como si no tener fuese no ser; pensar en que lo que de verdad me diferencia de ellos no es mi talento ni mi inteligencia, tampoco mi bondad, mi tenacidad o mi simpatía, sino solamente mi dinero; pensar en que sólo por eso alguien puede respetarme a mí y a ellos no.

A veces, cuando he escuchado maldecir o despotricar al que pide cuando paso a su lado y no suelto una moneda (no suelo soltarla), no he podido menos que sonreír para mis adentros y darle la razón. Y he pensado que, si yo fuese pobre y tuviese que pedir, haría muchas veces lo mismo.

Lo haría con el que no da, pero, sobre todo, con el que no mira.