lunes, 4 de abril de 2011

martes, 8 de junio de 2010

Se cierra el cuadernillo

Lo cierro, sí. Con alegría, sin dramatismo, con ganas de tener ganas de empezar otro. Lo dejo aquí colgado de la blogosfera, como una estrella de papel albal colgada de un falso cielo. Ha sido divertido, reconfortante -otras veces dramático y patético, hay que decirlo- este escribir irregular, y por eso mismo antes de dejarlo abandonado como algo que ya no se quiere prefiero cerrar estas pastas verdes y guardarlas junto a tantas otras libretas inacabadas que amontono con descuidado mimo por el escritorio, las estanterías, la mesilla de noche...
Gracias a mis selectos comentadores, a los lectores silenciosos y a los inesperados seguidores, que, como los amigos, se cuentan con los dedos de una mano. Gracias a un cura, que ha sido el último en sumarse a estas deslavazadas historias.

Gracias a todos. No os pierdo de vista.

miércoles, 14 de abril de 2010

La Bruja y el Desequilibrado

La manera más reconfortante -aunque no infalible- de desconcertar es ser amable con quien te da una coz. Lo comprobé hace poco cuando, en nombre de una empresa, respondí con corrección exagerada a un comentario muy crítico. Al ver la reacción inmediata del protestón, que dio las gracias por la respuesta y rebajó en varios grados el tono de su siguiente mensaje, recordé un incidente que viví hace unos años con una vecina ocasional que era además mi casera. La mujer, cincuentona, en apariencia soltera y con un ojo a la virulé, se ganó de inmediato el apodo de La Bruja, no tanto por su apariencia, que ciertamente no ayudaba, como por su primera muestra de vecindad, que fue llamar a mi puerta pasadas las nueve de la mañana porque tenía la radio demasiado alta y no podía dormir. Con esa tarjeta de presentación y las maneras esquivas que demostró, tuvimos una relación perfecta de no convivencia durante aquel verano.

Al año siguiente o quizás al otro, unas humedades que aparecieron en la pared motivaron la visita de unos técnicos, así que el señor responsable de aquel asunto me avisó de que a tal hora pasaría un perito y me pidió que, si podía, se lo dijese a mi vecina, que en aquel momento no estaba en casa. Le dije que lo haría. Transcurrido un tiempo, oí movimiento en el piso de arriba y subí enseguida a dar el recado. Llamé al timbre y esperé. Volví a llamar y esperé. Escuché sonido de agua correr. Llamé. Oí a mi vecina hablando por teléfono. Seguí llamando. Esperé de nuevo. Insistí varias veces más. Llamé por última vez y, llena de rabia e impotencia, regresé a mi casa.


Estaba tan indignada, tan dolida ante aquella indiferencia y aquel desprecio, que decidí mandarle una nota para dejarle claro que, como necesitase mi ayuda, ya podía echar mi puerta abajo que ni de broma le abriría. Cogí papel y bolígrafo y empecé a escribir, pero ya en las primeras líneas la intención se me torció. Le conté, como tenía previsto, que había llamado a su puerta con insistencia y que ella, sin saber si timbraba porque tenía algún problema, para pedirle auxilio o sólo porque necesitaba sal, se había negado a abrirme. Le afeé el comportamiento y le aseguré que, pese a todo, si alguna vez ella tenía algún problema, necesitaba auxilio o se quedaba sin sal, no debería dudar en llamar a mi puerta porque yo sí le abriría. Cuando estuve segura de que el piso de arriba estaba vacío, subí con sigilo y dejé la carta pegada con un celo en la puerta. No sé si aquel día tenía que trabajar o qué, pero cuando volví a casa a última hora de la tarde encontré un sobre en el suelo de la entrada. La nota decía:


María,

todo ha sido un malentendido y no quisiera caer en la dinámica de una mala relación vecinal. Al estar sola, no llamo a mi puerta y no distingo el sonido del timbre del piso y del timbre del portal; de este último hago caso omiso porque he recibido toda clase de bromas. Con mis amigos utilizo el móvil. Prometo estar más atenta y le ofrezco mi número de teléfono (lo dejaba escrito) para ulteriores ocasiones. Me tranquiliza tener buenos vecinos y yo no respondo en absoluto a la imagen que se ha forjado de mí. Llame a mi puerta cuando guste.


Llamé de inmediato como prueba de que no existía por mi parte resquemor, y se mostró encantadora. Unos días después, con el mismo ánimo, me presentó a su padre, un señor mayor y achacoso al que, según parecía, le había hablado de mí. Podría decir que desde aquel momento dejó para siempre de ser La Bruja y que aprendí la lección del desafortunado malentendido, pero lo cierto es que mi vecina volvió a sus maneras esquivas al año siguiente y cuando llamé a su puerta al final del verano porque no habíamos tenido oportunidad de saludarnos me trató con la desconfianza de quien escucha a un charlatán que quiere sacarle los cuartos. Aquel día replegué mi cortesía de inmediato y reculé hacia la puerta con intención de no volver. Y no lo hice.


Me quedó, sin embargo, ese regusto de haber sacado, aunque fuera sólo por un rato, un buen sentimiento o dos de aquella mujer.


(No sé por qué... pero acabo de acordarme de aquel forajido del cuento de Flannery, el Desequilibrado, cuando decía:

-Habría sido una buena mujer si hubiera tenido a alguien cerca que le disparara cada minuto de su vida.
Lo dice él, no yo.)

lunes, 22 de marzo de 2010

Días para perderse

En días como hoy, en los que he visto campos saturados del amarillo de los chuchameles, teclear en el ordenador me da más alergia que cualquier polen. También me la da revisar el correo electrónico, chequear mi Facebook o enterarme de lo que ha pasado en el planeta a través de cualquier web.

En días como hoy, en momentos como este, me resisto a volver a ese mundo que ni se toca ni se huele; a ese espacio donde a veces no se puede ni escuchar.

En días así, mientras pongo a prueba hasta el límite la flexibilidad del domingo, me aferro a este boli negro, al cuaderno de tapas duras forradas de tela roja en el que escribo, al libraco de casi setecientas páginas que me sirve de escritorio. Y navegando sobre esta tabla de náufraga, sólo quiero que me sature los oídos el ronroneo próximo, que me cosquillee el pelaje suave y gatuno; sólo quiero prestarme, en cualquier sentido o en todos ellos, a lo que pueda tocar, oler, gustar, escuchar o ver dentro de esta habitación.

En días así, sólo puedo querer que este mundo de carne y hueso dure siempre... y que los días como mañana dejen de existir.


(Escrito por el método tradicional de la tinta y el papel poco antes de la medianoche del 21 de marzo, recién estrenada la primavera)


sábado, 20 de febrero de 2010

Batiburrillo


En estos días de sol y chaparrones, he hecho acopio de citas y de nubes. He leído cosas sobre escribir que me reconfortan y he leído otras sobre la vida sin más, sobre la humanidad, que me han hecho r
ecordar que todavía hay gente de una pieza que, como decía el otro día tan bien Anónimo, actúa en lugar de reaccionar. Como las cosas de las que hablo no tienen orden ni lógica interna, las anoto aquí según las vaya encontrando por las esquinas de mi casa. También anoto una melodía para acompañar:

"Ejercer el oficio de escritor no significa (...) hacer que coincida necesariamente con la profesión; escribir por oficio significa dedicar a la escritura el mayor tiempo posible y dejar a la creatividad un espacio mental preponderante".

"Flaubert decía: 'Escribir significa reescribir', y en una carta a Louise Colet confesaba: "Hoy me he pasado ocho horas corrigiendo cinco páginas y creo que he trabajado bien".

"Giampaolo Rugarli ha confesado que cuando era joven la reescritura le ponía frenético y hoy, en c
ambio, le gusta más reescribir que escribir". (Francesco Piccolo)

"He llegado a hacer treinta redacciones de un relato". (Raymond Carver)

"Rubén Blades, cantautor y ex ministro de Cultura [en realidad era de Turismo] de Panamá, pidió más acción y menos "cancioncitas" para Haití (...) 'Conmigo pueden contar si alguien hace algún tipo de organización, no para cantar We Are The World, sino para irnos a Haití a crear sistemas de alcantarillado, a trabajar en la vivienda popular, en el aspecto de educación y de salud". (La Voz de Galicia)



Y esta es la música: I Giorni, de Ludovico Einaudi (y sin Spotify, aquí).


miércoles, 17 de febrero de 2010

Ejercicio (I)

Como no tengo ganas de escribir, pruebo con la escritura espontánea y con un programa diseñado para concentrarse sólo en escribir. Mi gata me apoya. Más bien, mi gata se apoya. Mi brazo le sirve de apoyo. Le sirve de balcón. Y mientras yo tecleo ella se encarama sobre el brazo, el derecho, y menea el rabo. Le gusta. Ronroea. Tanto ronronea que ronronea doble: por debajo, un crepitar constante que invita a la somnolencia; por encima, más pausado y casi provocado por el sonido anterior, una respiración ruidosa y profunda como la de quien duerme en paz. De vez en cuando se olvida de su balconeo y vuelve la cabeza hacia mí. Si entonces me llevo la mano izquierda a la cara, si con los dedos me coloco el pelo tras la oreja, ella mira muy seria, muy concentrada, mi mano hasta que con las yemas le acaricio la frente, como si fuese el poder de su mirada y no mi voluntad el que ha provocado el gesto.

Si tecleo una o dos frases seguidas, si durante más de diez o quince segundos, me olvido de mirarla cuando se vuelve, salta para desprenderse de mi abrazo tan ágil y tan digna como quien se aleja de un amante convencida de que no merece lo que está a punto de perder. Al rato, sin embargo, hecha una cabaretera coqueta y juguetona, se pasea bajo el escritorio y, al descuido, desliza su rabo que tiembla igual que la rama de un zahorí por mis pantorrillas mientras describe círculos armoniosos, círculos de patinadora que se aparta de su pareja para volver de inmediato grácil y entregada.

Ahora se ha ido por un buen rato. Seguro que no volverá... Me equivoco. Parece que me ha oído. Me ha leído, más bien, y me desmiente. Se asoma de nuevo por la puerta del pequeño estudio. Se sienta ante el escritorio y cuando agacho la cabeza para verla bajo la mesa, me mira concentrada unos segundos y otra vez se va.

Ahora sí que no vuelve. Ahora ya no me apoya mientras escribo. No quiere tampoco el apoyo que yo le doy; mi apoyo. Ni mi balcón. Ahora no quiere mi mano en su frente, no quiere la mano que obedece ciega ante su mirada terca, la mano que me hace creer que quien domina su gesto soy yo.

jueves, 11 de febrero de 2010

Quiero y no puedo,
dice -tímido- el sol
al llegar febrero.