lunes, 18 de mayo de 2009

Hablemos de Mario


Un lunes sin Benedetti es demasiado lunes. Tanto que no puedo escribir ahora, aunque necesitaría hacerlo. Ahora sólo puedo dejar copiado aquí un ejercicio que hice hace un par de años en un taller. Es mi homenaje.

Hablemos de Mario


Y lo llamo así –al señor Benedetti- porque él se toma también esas licencias y cuando escribe te trata de tú, aunque sea voseando. Benedetti apuesta por lo sencillo –que no simple- y para ello renuncia a florituras, a diccionarios y a vanidades. Su estilo es el de la frase clara, el del adjetivo sólo si es necesario y el de la descripción exigida por un narrar con el que quiere que todos lo entiendan. Y por eso muchos de sus textos responden a la plática espontánea de algún personaje o al fluir de un monólogo interior de lenguaje coloquial. La renuncia es grande –insufrible, seguro, para muchos escritores-, pero Benedetti parece que tiene clarísimo que para contar lo que quiere contar –esa tremenda carga de humanidad (buena y mala) que desborda sus escritos- lo mejor es hacerlo con eficacia, seleccionando con maestría la información y ordenándolo todo de la forma en apariencia más fácil. Y lo hace en prosa y en verso, en teatro y en novela...

Ésa es su letra, su buena y clara letra, pero también los personajes tienen similar perfil y además están todos ellos bien amarrados a la realidad, son pequeños héroes de lo más cotidiano. Muchos son clase media uruguaya, funcionarios a veces, que viven y sufren por las cosas más esenciales y menos sofisticadas: el amor, los rencores ocultos, el deber moral, la envidia, la muerte... Casi nunca se preocupa Benedetti de decirnos cómo son físicamente, pero poniéndolos a actuar y muchas veces a dudar traza de ellos un perfil psicológico y, sobre todo, ético cuyo poso permanece en ocasiones mucho más que una imagen, o que mil palabras de cualquier otra pluma. Son todos humanos de la cabeza a los pies e incluso los de verdad malos–y aquí merecen mención especial sus dos o tres torturadores, como el capitán de Pedro y el Capitán y el del cuento Escuchar a Mozart- conservan algo de la persona que un día fueron. Y siendo, quizá, uno de los trasfondos más recurrentes en sus cuentos, sorprende a veces que Benedetti se contenga tanto y que no se ensañe con los que se ensañan. Sería un error hacer eso, claro, pero resultaría también bastante humano. Lo que pesa, sin embargo, es ese escritor que ahorra al lector calificativos para lo incalificable y que no lo violenta con escenas que apenas pueden aportar algo a sus historias. La eficacia narrativa está por encima de esas denuncias amargas, que tienen más cabida en su poesía y en sus ensayos.

Y además de esa vida tan cotidiana, de esos personajes que viven sus grandes y pequeños dramas de oficina, de tren de cercanías, de tienducha de barrio; además de esa prosa libre de arabescos y de frases oscuras que pasma a veces por su sencillez; además de todo eso, Benedetti es un grandísimo contador de historias. Sus cuentos son, en la mayoría de los casos, técnicamente impecables. Sus frases iniciales sumergen al lector directamente en la historia y lo van guiando de la forma más natural -como un amigo que te conduce del brazo durante un paseo- a lo largo de una historia donde cada palabra que los personajes intercambian, cada acción o cada duda nunca son accesorias y encajan dentro del engranaje preciso del cuento; una historia en la que el significado definitivo se desvela casi siempre en la última línea. Y Benedetti entonces, con todos sus respetos, no dice nada más. Su eficacia le ahorra muchas palabras. Y lo mismo hace en La tregua, por ejemplo, que, a pesar de los errores que algunos le atribuyen, es una novela eficaz, de una sencillez conmovedora y tan humana que...

En fin, que don Mario me conmueve. Por si no se ha notado.

lunes, 11 de mayo de 2009

Santo trabajo

Me he dado cuenta esta tarde, gracias a un compañero de aquella época que lo vuelve a ser ahora, de que hoy hace justo diez años que empecé a trabajar. Un tercio de vida, dicho de prisa y sin exagerar. Al contarlo, una compañera me ha comentado con sorna que están muy bien esos diez años cotizados de 32 vividos, pero que seguramente ya no habrá pensiones cuando a mí me toque recoger mis frutos. Podría quejarme de eso, pero lo cierto es que hoy me da igual.

Lo único que quiero celebrar hoy es esa ingenua y fugitiva sensación de ser feliz trabajando, esa incertidumbre al pensar qué sería yo si no esto, esa resignación complaciente de quien no sabe hacer más...

...pero mañana no duden de que lo negaré todo y me quejaré otra vez de quien inventó el trabajo para poder comer.

domingo, 10 de mayo de 2009

La balanza que pesa lo que existe

Me acordé de aquella máxima periodística que dice que noticia no es que un perro muerda a un hombre, sino que un hombre muerda a un perro cuando el otro día, a principios de semana, leí en la contraportada del periódico -la segunda página más importante- que la camarera de un bar de Ourense había devuelto un bolso con casi mil euros que un cliente se había dejado olvidado en el local. Leí esa historia convertida en noticia y me preocupé.
Me he vuelto a acordar del hombre y del perro cuando esta mañana, con el periódico de nuevo en las manos, he descubierto en una página par, en la parte inferior y a dos columnas una historia que vi ayer en televisión: la de un hombre que persiguió en coche a su ex pareja, que chocó contra el vehículo de ella para detenerla, que la sacó arrastrada, la apuñaló en el cuello y dejó herido de gravedad a un motorista que acudió a socorrerla.
Pensando en una y otra noticia, me acordé de pasada del profesor Neira y de los centenares de páginas y minutos de televisión que se le han dedicado en los últimos meses y me ha venido a la cabeza también, sin remedio, una historia que leí a mediados de semana mientras iba a trabajar en autobús. La protagoniza un niño huérfano de mes y medio llamado Jean Joseph Loua y termina así:

"Al amanecer Vèronique ha venido a casa. Me ha dicho que Jean Joseph ha muerto hace dos horas, a las cinco de la madrugada, en sus brazos.
No hay mucho más, ella ha regresado a Gouecké a ocuparse de los otros diecisiete niños, yo me he sentado a escribirte y después saldré para el campo de refugiados. No sé por qué te lo he contado, una escena parecida sucede cada día en algún lugar del mundo, no explica nada, no pretende nada, sólo puede adensar tu tristeza, y eso no es bueno. Pero verás, en ningún sitio quedará registrado que Jean Joseph Loua nació, vivió y murió, no hay papeles que recojan su nombre ni padres que le lloren, nadie, apenas ha alterado la balanza que pesa lo que existe: por eso he querido que compartas conmigo la gloria de haber participado unas horas en su vida, el desconsuelo inmenso de no tenerle en la mañana".

Gonzalo Sánchez-Terán,
El silencio de Dios y otras metáforas
(Nota: también he visto esta semana en el
periódico que estos días ha estado por
aquí)