miércoles, 30 de abril de 2008

Agua en los zapatos

He tenido que ir a Peruleiro, a la calle Gil Vicente, con la tapa de mi olla a presión, que he estado a punto de sustituir por una cacerola nueva y cara. En el servicio técnico me han cambiado la pieza rota y me han cobrado tres euros. Cuando pagaba y explicaba a la mujer que casi me compro otra olla, ha empezado a llover. "¡Qué va, mujer! Hay que preguntar siempre", me ha dicho ella sonriendo. Nada más salir de la tienda me he parado en la puerta, al amparo de la fachada, con la tranquilidad de quien no tiene prisa, mientras aquella lluvia de primavera empezaba a convertirse en algo serio. Tanto, que en menos de un minuto han comenzado a rebotar perlas de granizo sobre los coches. Mientras esperaba que amainase, he podido ver a un cliente que había salido poco antes del servicio técnico. Había llegado unos segundos después que yo y, mientras reparaban mi tapa, él ha pedido una aspiradora que había dejado a arreglar. "Está en garantía, pero no la encontré. Así que... a pagar", ha sugerido con poco éxito. Bajito, cincuentón, bien vestido, quizá divorciado. "¿Y cómo se nota que los sacos esos están llenos?" La mujer le ha explicado que el aparato dejaba de aspirar bien. "¿Pierde potencia o qué?". "Claro, claro que pierde potencia", ha añadido la mujer como si su explicación anterior hubiese sido suficiente.
Con la factura pagada y el cambio en el bolsillo, el hombre ha agarrado con determinación el asa de la aspiradora y cuando ha ido a levantarla se le ha desmontado medio aparato. Yo, que lo tenía a mi derecha y más que ver he intuido y oído el estropicio, he seguido con la vista al frente, muerta de risa por dentro ante aquella lucha entre el hombre y la máquina, pero los segundos se me han hecho infinitos hasta que la ha vuelto a componer y ha salido.

Poco después, mientras veía llover al abrigo de la fachada, he podido sonreír a gusto al verlo correr por la otra acera con su aspiradora en la mano y la cabeza gacha, pero ya no era lo mismo.
Yo, por mi parte, he tenido que esperar un buen rato a que el granizo diese paso a la lluvia y ésta a la llovizna, pero no he podido evitar que al bajar aquella calle empinada de Gil Vicente, por donde el agua estaba corriendo entonces entre los coches como un regato, se me hayan empapado los calcetines y los zapatos. Al ritmo de ese chof chof han bajado mis bailarinas el paseo de Ronda y, como premio a su alegría, se han topado con un tímido arco iris en el cielo gris plomo. Al llegar al paseo marítimo, el sol ha empezado a calentar de nuevo y he podido caminar hasta casa despreocupada y con los pies mojados, como una niña pequeña y feliz.

domingo, 27 de abril de 2008

Una tacita de Twinings

No es una tacita; es más bien un tazón; un tazón humeante de té con limón. Té con limón, sí; me gusta. Me gusta desde el lunes; me gusta a pesar de que el domingo pasado me tomé uno con aprensión y disgusto. Mientras lo saboreo complacida, como podría hacer casi con un cafecito con leche bien caliente, pienso en todo lo que durante años me disgustó -a veces hasta el asco, otras hasta la desesperación- y un día, por una extraña magia, comenzó a gustarme hasta el deleite. Ninguno de esos cambios de gusto tiene explicación -yo, al menos, la desconozco-, pero algunos recibieron un empujoncito feliz que hizo salir de la lista negra objetos, sabores y sujetos que, en ocasiones, han llegado a convertirse en imprescindibles y hasta definitorios. He hecho una lista con algunos de ellos:

La cerveza. No era ya su sabor, sino sólo su olor; me resultaba destestable. Por suerte, lo superé pronto; a los dieciséis o diecisiete años. No hay bebida mejor.

Los tomates. ¡Qué envidia me dio siempre ver a la gente comer tomates! Me parecieron desde pequeña tan apetitosos con ese rojo intenso y jugoso que lo intenté veces y veces, pero acabé siempre con un frustrante mal sabor de boca. ¿Y qué pasó? Pues que un día no me quedó más remedio que comerlos; fue por hambre. Las monjas de la residencia de mi primer año de universidad nos ponían a menudo de cena dos o tres empanadillas pequeñitas con tomate y, a pesar de mi tozuda negativa a tragar aquellos cuartos encarnados, acabé comiendo una noche, y otra y otra. Es que tenía hambre; mucha hambre a veces. Se lo agradezco tanto a aquellas monjas tacañas y retorcidas...

El Chanel nº 5. Me lo regalaron hace diez años casi y me pareció terrible. "Huele a pedo", dije desagradecida y muerta de risa. En realidad no olía a pedo, sino más bien a polvos de talco. No he dejado de usarlo desde entonces. No he usado ningún otro.

La fantasía y la ciencia ficción. Quizá fui una niña demasiado seria y no llegué a apreciar a Alicia ni al Principito ni los cuentos de magos y dragones hasta hacerme mayor, hasta sentirme segura no sé bien de qué. Lo de la ciencia ficción se lo debo a H. G. Wells, tan capaz de escarbar por dentro para descubrir lo que se siente ante lo desconocido.

Las aceitunas negras. Me encantan las aceitunas negras. Un día de no hace muchos años comí una y me pareció deliciosa. Hasta entonces las detestaba. No hay más explicación.

Las manzanas golden. Esto creo que tiene que ver con hacerme vieja. A medida que cumplo años más voy apreciando la fruta madura en lugar de la que me estremece con su acidez, que me volvía loca desde niña. Ayer pagué una pequeña fortuna por dos manzanas golden cuando tenía al lado unas granny smith mucho más baratas. Son los años, seguro.

La tónica. No hace mucho que la tomo y, si empecé a hacerlo, fue porque estaba mezclada con ginebra. ¿Para qué nos vamos a engañar? Lo cual no quiere decir que, una vez que le he cogido el gusto, no la tome sola. Lo que más me gusta es la tónica y el limón; no la ginebra. Palabra.

Los gatos. Cuando era adolescente me dijeron que los gatos -que ya entonces me asustaban terriblemente- saltaban en la oscuridad a lo que se moviese y que por las noches, cuando alguien estaba durmiendo, se lanzaban a la yugular atraídos por el ritmo pausado de la respiración y el latir de la sangre. Les tenía pavor y me moría de miedo las pocas veces que tenía que ir a echar las raspas de pescado a la puerta del cortello, donde aparecían con el rabo tieso y el ánimo voraz cuatro o cinco gatos de los que vivían sueltos por la finca. El día que Alejandra me dijo que tenía una cosita para mí era 15 de agosto, día de mi santa. Me lo anunció de noche, cuando estábamos ya contentas por los bares, y le dije que sí, claro. Al día siguiente, con ese sentido de la responsabilidad que me lleva a no comprometerme con casi nada, tuve que asumir ese que había dado como una inconsciente. La palabra es la palabra. Le pedí que fuera un macho, por favor, y ella se puso a rebuscar entre la camada para elegirme al más espabiliado. Tan espabilado era, que al mes de tenerlo en casa tuve que cambiarle el nombre porque en lugar de un macho listo me había salido una hembra -¡qué si no!-. De eso va a hacer casi ocho años. Benditas cervezas las de aquella noche.

El té. Lo último ha sido esto: el té. Llevo una semana teteando y ya me lo pide el cuerpo a media mañana. Calienta por dentro y activa el cerebro.

Lo que ahora me da miedo es pensar qué empezará a gustarme mañana.

lunes, 21 de abril de 2008

Dulzuras

El de la foto es el escaparate de La Gran Antilla, en la calle Riego de Agua, una pastelería centenaria de la que los coruñeses hablan maravillas. He probado sus bombones y están muy buenos, sí, pero no tienen allí nada tan rico como lo que reparten a última hora del día en una confitería de extrarradio. Se llama Vega, está en Chapela y, según me han dicho, organiza una fiesta cada tarde cuando los pasteles que no se han vendido durante el día salen a la puerta para llenar las bocas de los niños, que ya sobre aviso, esperan el festín de crema, nata y chocolate. "¿Quiere un pastel?", preguntan las chicas cuando pasa un viandante.
Esos pasteles sí que saben a gloria.

domingo, 20 de abril de 2008

Humor adolescente

Hace un par de semanas caminaba en dirección al coche, que tenía aparcado en la calle Hospital, para ir a la piscina. Debían de ser las dos y pico de la tarde y se veía movimiento de chavales recién salidos de clase. Un par de ellos, uno alto y otro más bien bajito, caminaban hacia mí por la calle Zalaeta. Al llegar a mi altura, el más pequeño, que era moreno y feucho, me dijo alarmado, señalando el suelo:
-¡Cuidado! ¡Un bulbo raquídeo!
Yo, que tengo muy desarrollado el sentido de la indiferencia cuando un desconocido se dirige a mí sin motivo en la calle, seguí con la mirada al frente y ni siquiera se me escapó una mueca, pero me quedé pensando en qué aplicados muchachos que eran capaces de aprovechar la lección que quizá habían aprendido esa mañana para intentar vacilar a una desconocida.

La semana pasada, cuando iba a coger el coche a la misma hora en la plaza de María Auxiliadora, me topé de frente con los dos chavales.
-¡Cuidado! ¡Se te cayó una costilla!- me dijo el morenito feucho en cuanto me vio.
Y entonces no pude resistirme. Le miré a los ojos y le sonreí. Se lo merecía.
La próxima vez me asustaré un poco.

sábado, 19 de abril de 2008

Golondrinas

El día de la foto era primavera y además lo parecía. Todavía no había comenzado este exceso de lluvia y viento que levanta tanta queja, como si aquí nunca hubiera llovido. El día de la foto, al atardecer, caminaba por O Parrote y pensaba en las golondrinas, en que quizá habrían invadido ya el cielo del jardín de San Carlos; pensaba en qué ejercicio vano sería sacar la cámara de fotos ante aquel vuelo hiperactivo con mil rumbos; pensaba en Ramón Gómez de la Serna, que me las descubrió cuando yo todavía creía que las golondrinas eran casi tan imaginarias como los unicornios; pensaba en todo eso cuando una algarabía me hizo levantar los ojos y dejar de pensar para mirar, sólo. Eran tres y alborotaban haciendo círculos, de la fachada de un edificio hacia la dársena, como tres diablos traviesos; tres golondrinas inconscientes y locas que parecían reírse de mi estupidez. No sabían, sin embargo, que mi estupidez a veces no tiene límites y, a pesar de la mala luz y de la imposible empresa, saqué mi Canon de cien euros y apunté al cielo con el único resultado, tras varios disparos, de un puntito negro y borroso sobre un fondo gris claro. Una birria en sentido estricto.
Dejé de hacer el ridículo y seguí caminando mientras ellas continuaban muertas de risa con su baile atolondrado. Volví entonces a acordarme del padre de las greguerías y de aquel sugerente ejemplar que me encontré en una feria de libros usados en Madrid. Cartas a las golondrinas / Cartas a mí mismo, decía la sobrecubierta de aquel libro de la vieja colección Austral que acabó de imprimirse en febrero de 1962 y que yo me compré de inmediato por un par de euros; fue hace menos de tres años. Poco después de leerlo con placer, caminaba un día medio despistada por la Maestranza y me dije, convencida y melancólica: La verdad es que es una pena que ya no se vean golondrinas. Y mientras meneaba la cabeza con fastidio apagó mis pensamientos, casi llegando al jardín de San Carlos, la punta negra de una lanza en el cielo. Yo, que antes apenas miraba los pájaros, abrí los ojos sorprendida y se me llenó el cuerpo de primavera. ¿¡Es una golondrina!?, pensé como una tonta, porque una cosa es saber cómo es un pájaro y otra distinta es conocerlo. Y a mí entonces era como si me las estuvieran presentando a todas. Enchantée.
Y andando andando con mis recuerdos de estaciones pasadas, bajé hacia el castillo de San Antón, como el día de la gaviota patiúnica, y al poco tiempo de avanzar en paralelo a la escollera me encontré estos dos gatos rayados y curiosos, bonitos, y les dediqué la foto. Gatos, golondrinas, gatos, golondrinas... empecé a pensar como si hablase del día y de la noche. Y, de repente, me acordé. ¡Claro! O gato malhado e a andorinha sinhá. Uma história de amor, aquel librito tierno y amargo de Jorge Amado. Y acabé mi paseo sonriendo por dentro y recordando que durante muchos años, cuando aún no conocía a las golondrinas, no me gustaba la primavera.

P.D. Todavía anduve un poco más y me detuvo frente a un seto picudo un mirlo -tenía que ser un mirlo- que cantaba feliz en la copa. Pero eso es otra historia...

domingo, 13 de abril de 2008

Casa Manolita

Hace poco tiempo que me la han desvelado tras desmontar unos andamios de esos que ya ni se ven de tanto que abundan, pero por lo visto lleva ahí, en la calle Bailén, décadas y décadas en el mismo estado de abandono. Hace días que no camino con calma a la luz de la mañana ni salgo de trabajar antes de que anochezca, pero, aunque no pude contarlo, esto ya lo descubrí a principios de semana. Por eso pude preguntar qué había en Casa Manolita (cuando había algo) a un compañero cuarentón que, sin embargo, tiene memoria jurásica de la historia coruñesa, pero me aseguró que no tenía más recuerdo ni noticia del negocio que aquel solar abandonado, igual que ahora.
Aunque ahora no lo está tanto, porque un muchacho con cara de pocos amigos (quizá en verdad tiene pocos) descansa a veces en el portal del edificio. Está siempre con un perro cariñoso de pelo dorado; un buen perro, parece, al que su compañero acaricia, sonríe y mima como si el animal fuese una persona que lo quisiera.

miércoles, 9 de abril de 2008

Danza

Hoy he visto una gaviota, no sé si patiamarilla o argéntea, pero sin duda patiúnica. No coja, sino con una sola pata y sin rastro de muñón. Estaba sobre uno de los pilares unidos por gruesas cadenas que separan el paseo del mar cerca del castillo de San Antón y he tenido que dedicarle varias miradas incrédulas antes de convencerme de que era sólo una pata delgada la que sostenía aquella quilla liviana y casi gris. La gaviota miraba al mar, elegante y digna sobre su única pata como una bailarina en equilibrio sobre la punta de un pie, y a los pocos segundos de tenerme allí maravillada echó a volar, ágil como cualquier gaviota bípeda, mientras yo esperaba ingenua que diese una vuelta y regresase a aquel pilar frente a mí o al de al lado y ella, en cambio, se esfumaba tras la fortaleza achaparrada.
La de la foto no es ella, claro, pero si tuviese su imagen, ¿qué haría yo con mis ciento y pico de palabras con que la describo como si la hubiese soñado?

martes, 8 de abril de 2008

Sabor de vendimia

Podría contar unas cuantas cosas de este día tan largo si tuviera fuerzas, pero me quedo sólo con una que escuché en un taller para abuelas y abuelos que quieren educar a sus nietos en la igualdad:


Recuerdo el terror de las primeras arrugas.
Pensar: Ahora sí. Ya me llegó la hora.
Las líneas de la risa marcadas sobre mi cara
aun en medio de la más absoluta seriedad.
Yo, frente al espejo,
intentando disolverlas con mis manos,
alisándome las mejillas, una y otra vez,
sin resultado.
Luego fue la mirada furtiva de mi reflejo
en los escaparates
preguntarme si la luz del día las haría más
evidentes,
si el que me observaba desde la otra acera
estaría censurando mi incapacidad de
mantenerme joven,
incólume ante el paso del tiempo.
Viví esas primeras marcas de la edad
con la vergüenza de quien ha fallado.
Como una estudiante que reprueba el examen
y debe caminar por la calle
con las malas notas expuestas ante todos.
–Las mujeres nos sentimos culpables por envejecer,
como si pasada la juventud de la belleza,
apenas nos quedara que ofrecer,
y debiéramos hacer mutis;
salir y dejar espacio a las jóvenes,
a los rostros y cuerpos inocentes
que aún no han cometido el pecado
de vivir más allá de los treinta o los cuarenta–
No sé cuándo dispuse rebelarme.
No aceptar que sólo se me concedieran como válidos
los diez o veinte años con piel de manzana;
sentirme orgullosa de las señales
de mi madurez.
Ahora,
gracias a estos razonamientos
cada vez me detengo menos
frente al espejo.
Paso por alto
la aparición de
inevitables líneas
en el mapa de vida del rostro.
Después de todo,
el alma,
afortunadamente,
es como el vino.
Que me beba quien me ame,
que me saboree.

domingo, 6 de abril de 2008

El náufrago

Hoy quería hablar de Jane Austen, que me ha tenido absorta buena parte del fin de semana con Orgullo y prejuicio, pero cuando he salido a tomar el aire después de rematar la novela y realojar este blog, me he cruzado con él -ese chico de la foto- en el paseo, a la altura de la Domus. Hace ya bastantes meses -quizá más de un año- que lo vi por primera vez no sé bien dónde; creo que en San Andrés o en el Cantón. Recuerdo que tenía barba de náufrago, larga, rojiza y como de algodón de azúcar, pero los ojos -pequeños y muy azules- y la mueca llorona que le encogía la cara eran de niño. Aunque no le eché más de veinte o ventipocos años, en verdad parecía un pequeño que deambulaba perdido por la calle en busca de su madre. Vestía como un mecánico o un marinero en día de labor y llevaba una mochila al hombro, pero lo que se me quedó en verdad grabado de él aquel día fue que tenía la cara enrojecida y gimoteaba mientras soltaba frases en inglés como si las rumiase y después las escupiese. Daba la impresión de que era un loco de otro tiempo en un mundo de cuerdos de hoy o un delfín varado en una playa llena de bañistas. O un niño inglés que había naufragado en sabe Dios qué mares antes de llegar a este puerto hecho un viejo polizón. Él siguió andando de aquí para allá, meneando la cabeza, y yo me fui con su cara muy metida dentro y pensando en por qué la vida se tuerce a veces tan pronto.
Creo que ese día volví a verlo por otra esquina del centro llevando ya un par de bolsas de plástico y desde entonces, muchas veces más. Siempre solo. Siempre con esa expresión llorona de quien ha perdido a su madre.

sábado, 5 de abril de 2008

El mercadillo del sábado

Es una foto mala, ya lo sé, pero lo importante es que he podido hacerla. Y he podido porque, desde ayer, mi barrio tiene un mercadillo. Hay lo que en todos: pendientes, cuero, broches, bolsos… pero también camisetas, un puesto de caramelos artesanos, otro de dulces y panes, otro de flores… todos repartidos en el último tramo de la calle del Orzán, donde todavía quedan locales sórdidos con nombres como Petit Mon Amour.
Espero que vendan mucho, aunque al final lo importante es que un sábado al mes el Orzán se convierta en un barrio y los negocios de los que se han arriesgado o se han empeñado en vender aquí ropa, fruta, productos de comercio justo, cuero, cómics o lo que sea abran sus puertas y puedan empezar a creerse que esta zona castigada por la dejadez de los propietarios y la ruina de sus edificios llegará a ser un barrio rico -en el mejor sentido-, diverso y acogedor.
Antes de acercarme a los puestos, cuando estaba en el supermercado, he visto comprar verdura a uno de los soñadores que se atrevió a abrir su negocio al final del Orzán -en la esquina donde algunas mujeres se venden por un pico y otros se vuelven pendencieros mientras se ahogan en alcohol- y consiguió convertirlo en el restaurante más encantador e inesperado que he visto por aquí. Era el cocinero del Gorencia, una esquinita del mundo que sacó adelante con su pareja gracias a una rica carta, un trato muy atento y unos precios más que razonables y que tuvo que cerrar hace más de un año precisamente porque el dueño del bajo que ocupaban había dejado morir el edificio en busca de mejores beneficios.
Hace un mes o así salí de casa y me topé de nuevo con el cartel del Gorencia, y se me alegró el día. Está en la calle del Orzán también, pero mucho más arriba, a la altura de la iglesia castrense de San Andrés. Unos días después Xosé y yo nos fuimos a estrenarlo y nos encontramos con un local mucho más grande y mucho menos encantador que el otro, pero con una cocina y una atención que permanecían intactas. Ella, que atiende las mesas, nos trató como a clientes de años y él, que ahora tiene una cocina amplia en la que casi puede bailar cuando en la otra apenas se movía, preparó todo tan bien como lo recordábamos. “Entonces no ha perdido la mano”, dijo ella modesta y complacida cuando elogiamos la cena.
Me gusta pensar que tengo un barrio, que este es mi barrio, un barrio con una personalidad en formación, como la de un adolescente.
Pero cuánto me gustan también otros. Después del mercadillo, me fui a caminar por el paseo en dirección a punta Herminia y regresé por Monte Alto. En la calle de la Torre volví a fijarme en un local de comida rápida que se anuncia como fast food XXL y que se llama Fame Negra. En la acera de enfrente, por donde yo caminaba, había un chaval de ocho o nueve años junto a un señor mayor que debía de ser su abuelo. Cuando los rebasé, oí una voz infantil interrogativa hasta el asombro:
-¿¿¿El hambre es negra???
-Mmmmuuyy negra…
Y, aunque no alcancé a oír la sabia lección que empezaba a soltar el abuelo, me volví hacia ellos para poder recordar sus caras.

viernes, 4 de abril de 2008

Sonrisa

Era un hombre alto, todavía joven, y cuando abrió la puerta de aquel piso oscuro e inhabitable -estaba segura de que resultaba inhabitable nada más entrar- me recibió con una sonrisa familiar y descuidada, como si me estuviese esperando, aunque no tenía cita. Le entregué los papeles y él, situado ya tras un mostrador en el que manipulaba hojas sin que yo las viese, comenzó a decir frases destinadas, según pensé, a alguien invisible con el que acostumbraba conversar. Pude observar sin ser indiscreta que el cuero cabelludo le brillaba bajo una pelusa castaña que seguramente preferiría no conservar: o pelo o nada, pero no esa indigna capa traslúcida que desvela el cráneo como si dejase ver las ideas. Dijo una frase más y me sentí obligada a preguntar. “Decía que son tantos papeles… Pero ya la paso. ¿Quiere las copias? ¿No las quiere? Pues a la trituradora”. Y la máquina hizo un ruido voraz y se comió mis papeles mientras yo callaba con el extraño deseo de que todo pasase rápido.
El hombre salió entonces del mostrador y me condujo por un pasillo largo y desnudo mientras seguía diciéndome cosas que a los pocos segundos yo iba olvidando, aunque recuerdo que unas veces me hablaba de tú y otras de usted, a veces coloquial y otras casi turbado. Arrastraba ligeramente una pierna y al verlo avanzar así y con esa bata blanca no pude evitar figurarme que era el ayudante de un científico loco o el mayordomo de una casa de monstruos con apariencia casi humana. Me preguntó, como ya había hecho en el vestíbulo, si llevaba pendientes o cadenas. Volví a decirle que no y dejé el bolso y la chaqueta en una silla a poco más de un metro de la máquina para agilizar todo aquello. Observé entonces que la habitación tenía un balcón estrecho y con las cortinas echadas que daba al patio interior y por el que entraba una claridad sombría pese a que estábamos en la cuarta planta y la primavera bailaba en la calle. Me pregunté quién podría haber utilizado aquel piso, enorme y lleno de oscuridades y ventanas interiores, como vivienda, pero el pensamiento se desvaneció enseguida porque el hombre reclamó de nuevo mi atención.
Me pidió que me acercase y mientras me colocaba en la posición exacta para hacer la prueba pude ver a pocos centímetros de mi cara sus manos belludas, con pequeños y oscuros mechones de pelo poblando las falanges. Quise hacer todo bien para que accionase cuanto antes aquel aparato, pero todavía tomó mi mano derecha, que agarraba una especie de asa situada a la altura de mi clavícula, y la deslizó un poco hacia abajo. No protesté, pero mordí con firmeza la pieza que me había mandado colocar entre los dientes. Me quedé muy quieta mientras la máquina por fin comenzó a girar. Unos segundos después, el hombre regresó al cuarto, de donde había salido para poder hacer la prueba, y me mandó sentarme en la silla y dejar el bolso y la chaqueta sobre una mesa baja. Sin saber por qué me puse la chaqueta como queriendo salir ya y, aunque me senté en la silla, apenas en el borde, mantuve el bolso en el regazo. Por un momento temí haberle molestado con mi desobediencia, pero casi al mismo tiempo me di cuenta de que no quería estar sentada ¿Por qué me había sentado?. Esperé unos segundos mientras el hombre se movía por el cuarto y tecleaba en una vieja máquina de escribir y, cuando salió un momento de la habitación, me puse en pie como si me rebelase.
Regresó con un sobre alargado en las manos y me dijo algo así como “ya está”, pero todavía se inclinó de nuevo sobre la vieja máquina de escribir y tecleó mi nombre, como supe luego. Entonces, como si por un momento su cuerpo actuase con el alma de otro, giró el tronco sin erguirse del todo y se me quedó mirando con los ojos fijos y demorados, como si quisiese contar un secreto dulce o confesar un amor pero no tuviese palabras. Arqueó apenas las comisuras de los labios e, igual que el muñeco mudo de un ventríloculo, recuperó su posición ante la máquina de escribir sin decir nada. Transcurridos apenas unos segundos, se incorporó por fin, extendió el brazo hacia mí y me dio el sobre con la prueba y también las gracias. “Hasta luego” me dijo con una sonrisa que ya parecía suya y me dejó escapar por el pasillo largo hasta la puerta. No oí ningún paso tras de mí, pero no pude evitar sentir a ratos frío y miedo. Al salir del ascensor, me alegré de ver de nuevo al portero, al que había pedido al llegar al edificio que me indicara el piso de la consulta, y al pisar la calle y recuperar el sol, me sentí salvada; no sé de qué.
Cuando llegué a casa y abrí el sobre, me estremecí otra vez al ver mis dientes apretados, asomando en la oscuridad como fantasmas.

El cantante (II)

Ayer no volvió. Hoy tampoco canta nadie.

miércoles, 2 de abril de 2008

El cantante

Hace casi dos años que comenzaron a derribar el edificio de al lado para construir otro. El ruido para echar abajo el primero y levantar el segundo ha sido constante, pero muy variado, aunque no tengo vocabulario suficiente para expresar los matices de las maquinarias ni de las herramientas manuales que han golpeado día tras día, de ocho a ocho, al otro lado de la pared.
Como hoy no trabajaba, he dormido hasta tarde, insensible como estoy ya a cualquier actividad ruidosa que no llegue a la categoría de estruendo, y cuando me he sentado delante del ordenador aquí, en este pequeño saliente formado por cuatro ventanas donde escribo, he descubierto que es posible dar una vuelta de tuerca a la banda sonora de la construcción.
Primero pensé si no serían Los Chunguitos, después me acordé de Los Chichos, pero resultó que no; aquel Una paloma blanca que yo tenía cuando quería se me escapaba… era un clásico de Los Calis, pero ni siquiera eran ellos los que lo entonaban, no; era un obrero que estaba en la acera y que cantaba para que lo oyesen en toda la calle, alentado, supongo, por el generoso sol de primavera. “Lo que me faltaba”, pensé resignada y me alejé hacia el otro lado de la casa mientras el albañil ponía música al extraño verso Quérote moito, como la troita al troito.
Una hora después volví a sentarme frente al escritorio y pude trabajar sin más ruido que el de los coches, pero al poco rato los obreros volvieron de comer y retornó el martilleo, aunque quizá ni lo escuché. Lo que sí me llegó con una extraña alegría fue la voz del cantante, que ahora estaba subido a un andamio en la fachada, a la altura del cuarto piso, por lo que yo, que vivo en el tercero, lo tenía casi cantando en mi ventana.
Cada noche mi vida es para ti… decía a esa hora y enseguida llenaba la pausa con un silbido que me pareció entonces muy bien acompasado. Seguí tecleando y él siguió cantando a ratos, repitiendo casi siempre la estrofa de Triana, y poco a poco me fui sintiendo muy a gusto, como quien trabaja con un compañero con el que forma buen equipo. En ese momento me molestó un poco menos llevar casi dos años sufriendo por este maldito edificio y quizá por eso -o por casualidad- mi albañil me regaló Un ramito de violetas (en versión de Manzanita, por cierto) que cantó y silbó con mucha gracia. Le envidié la voz y el salero, pero sobre todo la alegría, porque a mí el trabajo a veces no me da siquiera para un canturreo.
Cuando se me pasó la envidia, le hice la foto. Espero que vuelva mañana.
P.D. Mi albañil no es como
la cajera de mi querido Paco Sánchez, pero bien se merece unas letras.

martes, 1 de abril de 2008

Primavera

Algunos esperan las golondrinas, otros el anuncio de El Corte Inglés, pero en mi casa no; en mi casa empieza a oler a primavera cuando Elsinha, mi gata, comienza a reclamar histérica algo que nunca ha sabido qué es. Hubo un tiempo, cuando tenía un año o dos, en el que debió de intuirlo; su instinto algo debía de decir de aquel cosquilleo que le hacía arquear el cuerpo en sentido opuesto al del miedo: no formando una boca de túnel, sino más bien una hondanada suave, un lomo hecho valle en el que se alzaba un rabo tieso y vibrante como la rama de un zahorí.
Después de todos estos años -en agosto cumplirá ya ocho- no ha encontrado todavía lo que su naturaleza le manda pedir cuando llega febrero, pero sí ha decidido que lo que ella busca es a mí. A mí y a otros, pero sobre todo a mí. Su instinto de hembra procreadora se ha transformado en el de gata civilizada y son mis manos y mi regazo acogedor lo que hace callar sus lamentos, que exasperan tanto como los de un bebé que llora y no puede explicar por qué.
Su amor tan civilizado es como mi propio amor; como el tuyo. Su amor es un amor estéril, un amor contranatura, un amor como una pareja para toda la vida, como un condón entre dos cuerpos, como un querer platónico. Un amor hecho de cultura -no del instinto de unirse cuanto más mejor y siempre con buen resultado-; hecho de la misma cultura que nos hace olvidarnos de mantener la especie y nos lleva a buscar a aquella de pechos pequeños y caderas estrechas, pero de manos sanadoras, o a aquel otro que no sabe lo que quiere en la vida, que no quiere dejar de ser del todo niño y que nunca mataría una mosca y mucho menos un mamut.
Su amor es interesado, sí; me quiere porque le doy de comer, porque le cambio el agua por las mañanas y porque le escribo cuentos para anticiparme al día en que ya no esté, cuando su pelo negro deje de brillar como si hubiese perdido el alma -los gatos no tienen alma, ya sé-. Me quiere por interés, sí.
No tiene bastante cultura aún para querer como nosotros; nosotros, que aunque siempre hemos visto estúpido lo de poner la otra mejilla, amamos a los que nos niegan el pan y la sal, a los que no devuelven nuestro amor, a los que se olvidan de que un día los quisimos tanto.
Elsinha seguirá buscando mi regazo, como está haciendo justo ahora, pero quizá si un gato apuesto y buen proveedor menea el rabo delante de sus bigotes no dude en arquear su cuerpo contra el suelo para recibir lo que lleva tantos años pidiendo; y olvidará mis manos y mis cuentos, al menos por un rato. O quizá si es otro el que cambie el agua o rellene de pienso su cuenco sea a él al que le baile alrededor de los tobillos cuando vuelva a casa. Quizá es que el instinto de sobrevivir es así.

Espero que a nosotros se nos atrofie del todo.

O quizá no.