martes, 8 de junio de 2010

Se cierra el cuadernillo

Lo cierro, sí. Con alegría, sin dramatismo, con ganas de tener ganas de empezar otro. Lo dejo aquí colgado de la blogosfera, como una estrella de papel albal colgada de un falso cielo. Ha sido divertido, reconfortante -otras veces dramático y patético, hay que decirlo- este escribir irregular, y por eso mismo antes de dejarlo abandonado como algo que ya no se quiere prefiero cerrar estas pastas verdes y guardarlas junto a tantas otras libretas inacabadas que amontono con descuidado mimo por el escritorio, las estanterías, la mesilla de noche...
Gracias a mis selectos comentadores, a los lectores silenciosos y a los inesperados seguidores, que, como los amigos, se cuentan con los dedos de una mano. Gracias a un cura, que ha sido el último en sumarse a estas deslavazadas historias.

Gracias a todos. No os pierdo de vista.

miércoles, 14 de abril de 2010

La Bruja y el Desequilibrado

La manera más reconfortante -aunque no infalible- de desconcertar es ser amable con quien te da una coz. Lo comprobé hace poco cuando, en nombre de una empresa, respondí con corrección exagerada a un comentario muy crítico. Al ver la reacción inmediata del protestón, que dio las gracias por la respuesta y rebajó en varios grados el tono de su siguiente mensaje, recordé un incidente que viví hace unos años con una vecina ocasional que era además mi casera. La mujer, cincuentona, en apariencia soltera y con un ojo a la virulé, se ganó de inmediato el apodo de La Bruja, no tanto por su apariencia, que ciertamente no ayudaba, como por su primera muestra de vecindad, que fue llamar a mi puerta pasadas las nueve de la mañana porque tenía la radio demasiado alta y no podía dormir. Con esa tarjeta de presentación y las maneras esquivas que demostró, tuvimos una relación perfecta de no convivencia durante aquel verano.

Al año siguiente o quizás al otro, unas humedades que aparecieron en la pared motivaron la visita de unos técnicos, así que el señor responsable de aquel asunto me avisó de que a tal hora pasaría un perito y me pidió que, si podía, se lo dijese a mi vecina, que en aquel momento no estaba en casa. Le dije que lo haría. Transcurrido un tiempo, oí movimiento en el piso de arriba y subí enseguida a dar el recado. Llamé al timbre y esperé. Volví a llamar y esperé. Escuché sonido de agua correr. Llamé. Oí a mi vecina hablando por teléfono. Seguí llamando. Esperé de nuevo. Insistí varias veces más. Llamé por última vez y, llena de rabia e impotencia, regresé a mi casa.


Estaba tan indignada, tan dolida ante aquella indiferencia y aquel desprecio, que decidí mandarle una nota para dejarle claro que, como necesitase mi ayuda, ya podía echar mi puerta abajo que ni de broma le abriría. Cogí papel y bolígrafo y empecé a escribir, pero ya en las primeras líneas la intención se me torció. Le conté, como tenía previsto, que había llamado a su puerta con insistencia y que ella, sin saber si timbraba porque tenía algún problema, para pedirle auxilio o sólo porque necesitaba sal, se había negado a abrirme. Le afeé el comportamiento y le aseguré que, pese a todo, si alguna vez ella tenía algún problema, necesitaba auxilio o se quedaba sin sal, no debería dudar en llamar a mi puerta porque yo sí le abriría. Cuando estuve segura de que el piso de arriba estaba vacío, subí con sigilo y dejé la carta pegada con un celo en la puerta. No sé si aquel día tenía que trabajar o qué, pero cuando volví a casa a última hora de la tarde encontré un sobre en el suelo de la entrada. La nota decía:


María,

todo ha sido un malentendido y no quisiera caer en la dinámica de una mala relación vecinal. Al estar sola, no llamo a mi puerta y no distingo el sonido del timbre del piso y del timbre del portal; de este último hago caso omiso porque he recibido toda clase de bromas. Con mis amigos utilizo el móvil. Prometo estar más atenta y le ofrezco mi número de teléfono (lo dejaba escrito) para ulteriores ocasiones. Me tranquiliza tener buenos vecinos y yo no respondo en absoluto a la imagen que se ha forjado de mí. Llame a mi puerta cuando guste.


Llamé de inmediato como prueba de que no existía por mi parte resquemor, y se mostró encantadora. Unos días después, con el mismo ánimo, me presentó a su padre, un señor mayor y achacoso al que, según parecía, le había hablado de mí. Podría decir que desde aquel momento dejó para siempre de ser La Bruja y que aprendí la lección del desafortunado malentendido, pero lo cierto es que mi vecina volvió a sus maneras esquivas al año siguiente y cuando llamé a su puerta al final del verano porque no habíamos tenido oportunidad de saludarnos me trató con la desconfianza de quien escucha a un charlatán que quiere sacarle los cuartos. Aquel día replegué mi cortesía de inmediato y reculé hacia la puerta con intención de no volver. Y no lo hice.


Me quedó, sin embargo, ese regusto de haber sacado, aunque fuera sólo por un rato, un buen sentimiento o dos de aquella mujer.


(No sé por qué... pero acabo de acordarme de aquel forajido del cuento de Flannery, el Desequilibrado, cuando decía:

-Habría sido una buena mujer si hubiera tenido a alguien cerca que le disparara cada minuto de su vida.
Lo dice él, no yo.)

lunes, 22 de marzo de 2010

Días para perderse

En días como hoy, en los que he visto campos saturados del amarillo de los chuchameles, teclear en el ordenador me da más alergia que cualquier polen. También me la da revisar el correo electrónico, chequear mi Facebook o enterarme de lo que ha pasado en el planeta a través de cualquier web.

En días como hoy, en momentos como este, me resisto a volver a ese mundo que ni se toca ni se huele; a ese espacio donde a veces no se puede ni escuchar.

En días así, mientras pongo a prueba hasta el límite la flexibilidad del domingo, me aferro a este boli negro, al cuaderno de tapas duras forradas de tela roja en el que escribo, al libraco de casi setecientas páginas que me sirve de escritorio. Y navegando sobre esta tabla de náufraga, sólo quiero que me sature los oídos el ronroneo próximo, que me cosquillee el pelaje suave y gatuno; sólo quiero prestarme, en cualquier sentido o en todos ellos, a lo que pueda tocar, oler, gustar, escuchar o ver dentro de esta habitación.

En días así, sólo puedo querer que este mundo de carne y hueso dure siempre... y que los días como mañana dejen de existir.


(Escrito por el método tradicional de la tinta y el papel poco antes de la medianoche del 21 de marzo, recién estrenada la primavera)


sábado, 20 de febrero de 2010

Batiburrillo


En estos días de sol y chaparrones, he hecho acopio de citas y de nubes. He leído cosas sobre escribir que me reconfortan y he leído otras sobre la vida sin más, sobre la humanidad, que me han hecho r
ecordar que todavía hay gente de una pieza que, como decía el otro día tan bien Anónimo, actúa en lugar de reaccionar. Como las cosas de las que hablo no tienen orden ni lógica interna, las anoto aquí según las vaya encontrando por las esquinas de mi casa. También anoto una melodía para acompañar:

"Ejercer el oficio de escritor no significa (...) hacer que coincida necesariamente con la profesión; escribir por oficio significa dedicar a la escritura el mayor tiempo posible y dejar a la creatividad un espacio mental preponderante".

"Flaubert decía: 'Escribir significa reescribir', y en una carta a Louise Colet confesaba: "Hoy me he pasado ocho horas corrigiendo cinco páginas y creo que he trabajado bien".

"Giampaolo Rugarli ha confesado que cuando era joven la reescritura le ponía frenético y hoy, en c
ambio, le gusta más reescribir que escribir". (Francesco Piccolo)

"He llegado a hacer treinta redacciones de un relato". (Raymond Carver)

"Rubén Blades, cantautor y ex ministro de Cultura [en realidad era de Turismo] de Panamá, pidió más acción y menos "cancioncitas" para Haití (...) 'Conmigo pueden contar si alguien hace algún tipo de organización, no para cantar We Are The World, sino para irnos a Haití a crear sistemas de alcantarillado, a trabajar en la vivienda popular, en el aspecto de educación y de salud". (La Voz de Galicia)



Y esta es la música: I Giorni, de Ludovico Einaudi (y sin Spotify, aquí).


miércoles, 17 de febrero de 2010

Ejercicio (I)

Como no tengo ganas de escribir, pruebo con la escritura espontánea y con un programa diseñado para concentrarse sólo en escribir. Mi gata me apoya. Más bien, mi gata se apoya. Mi brazo le sirve de apoyo. Le sirve de balcón. Y mientras yo tecleo ella se encarama sobre el brazo, el derecho, y menea el rabo. Le gusta. Ronroea. Tanto ronronea que ronronea doble: por debajo, un crepitar constante que invita a la somnolencia; por encima, más pausado y casi provocado por el sonido anterior, una respiración ruidosa y profunda como la de quien duerme en paz. De vez en cuando se olvida de su balconeo y vuelve la cabeza hacia mí. Si entonces me llevo la mano izquierda a la cara, si con los dedos me coloco el pelo tras la oreja, ella mira muy seria, muy concentrada, mi mano hasta que con las yemas le acaricio la frente, como si fuese el poder de su mirada y no mi voluntad el que ha provocado el gesto.

Si tecleo una o dos frases seguidas, si durante más de diez o quince segundos, me olvido de mirarla cuando se vuelve, salta para desprenderse de mi abrazo tan ágil y tan digna como quien se aleja de un amante convencida de que no merece lo que está a punto de perder. Al rato, sin embargo, hecha una cabaretera coqueta y juguetona, se pasea bajo el escritorio y, al descuido, desliza su rabo que tiembla igual que la rama de un zahorí por mis pantorrillas mientras describe círculos armoniosos, círculos de patinadora que se aparta de su pareja para volver de inmediato grácil y entregada.

Ahora se ha ido por un buen rato. Seguro que no volverá... Me equivoco. Parece que me ha oído. Me ha leído, más bien, y me desmiente. Se asoma de nuevo por la puerta del pequeño estudio. Se sienta ante el escritorio y cuando agacho la cabeza para verla bajo la mesa, me mira concentrada unos segundos y otra vez se va.

Ahora sí que no vuelve. Ahora ya no me apoya mientras escribo. No quiere tampoco el apoyo que yo le doy; mi apoyo. Ni mi balcón. Ahora no quiere mi mano en su frente, no quiere la mano que obedece ciega ante su mirada terca, la mano que me hace creer que quien domina su gesto soy yo.

jueves, 11 de febrero de 2010

Quiero y no puedo,
dice -tímido- el sol
al llegar febrero.


martes, 9 de febrero de 2010

Escribir en paz

A veces pienso que debería empezar a escribir de otras cosas: idear escenas divertidas, comentar sucesos curiosos, ahondar en los desasosiegos de la gente de mi generación, hablar de actualidad o enganchar el último chascarrillo y escribir algo ocurrente condenado a gustar. Debería escribir de esas cosas, pienso, y dejarme de cuestiones extrañas y a veces pasadas, como la Biblia, la muerte, el miedo a vivir, el tiempo... Si escribiese de las cosas que le importan a la gente, si seleccionase con tino los hilos con los que entretejo mis textos y siguiese las reglas de oro para tener un buen blog, lograría dos o tres puñados de lectores y consultaría a diario las estadísticas de Google con la certeza de quien se sabe ganador. No tendría que temer ya que la gente, que los amigos a los que nunca he invitado a mi blog, descubriesen que escribo cosas aún más raras que yo.

Si fuese así, una bloguera con chispa, y pensase además a la hora de escribir en mis seguidores y en sus inquietudes, llevaría una libretita con un listado de temas atractivos sacados de lo que fuese oyendo en el súper, en la radio, en la barra del bar, en la tele... Tendría que ver un poco la tele, sí. Si tuviese esa lista de la que echar mano (y el ingenio que no ha querido darme Dios) sería todo más sencillo y nunca hablaría ya de la Biblia ni de mis miedos, no contaría en adelante episodios sombríos, como la muerte de mi tío, y pondría buen cuidado en no dejar que mis pensamientos transitasen por zonas oscuras en las que a veces ni siquiera me atrevo a entrar yo. Por supuesto, nunca escribiría sobre escribir.

Cuando tuviese todo eso, cuando el mío fuese un blog de éxito modesto y mi imagen fuese tanto más atractiva y moderna cuanto más alejada de la realidad, buscaría otra esquinita en la blogosfera, un punto discreto donde esconderme, y abriría otro cuadernillo para empezar a contar de nuevo quién soy yo.


domingo, 24 de enero de 2010

Sagradas lecturas

Los caminos de Dios son inescrutables; los de Twitter también. Este de hoy pongamos que empieza cuando un día, un poco por desconcertarla y otro poco por pedir un regalo que obtendría seguro, le dije a mi madre que quería una Biblia. Más tarde de lo que había imaginado y cuando ya casi se me habían pasado las ganas de leer lo que de niña tantas veces había escuchado, acabó comprándomela. Tardé yo también un tiempo en ponerme a leerla y cuando lo hice empecé, por supuesto, por el principio. Siempre me ha gustado la Historia Sagrada y ahora recuerdo que la experiencia más fascinante y al mismo tiempo más frustrante de mi vida como católica era la de escuchar en misa los fragmentos narrativos de los evangelios y quedarme siempre con las ganas de que el cura siguiera leyendo en lugar de pasar a la monotonía de los rezos.
Con el ánimo de recuperar esas historias y leerlas sin cortes ni humaradas de incienso fue con el que emprendí la lectura de mi Biblia nuevecita, pero a las pocas páginas encontré una villanía que me pareció mucho peor que la de Caín y que, pese a ello, no recuerdo haber oído condenar a ningún cura con tanta vehemencia como la muerte de Abel. La culpa de todo la tuvo Abraham, ese viejecito reverenciado que, por pura cobardía y sólo para salvar su miserable pellejo, se hizo pasar por hermano de su mujer, la buena de Sara, y la echó en los brazos del faraón. Y no es una interpretación; se lo dijo así: “Mira, tú eres una mujer muy hermosa. Tan pronto como te vean los egipcios, dirán: Es su mujer; a mí me matarán y a ti te dejarán con vida. Por favor, di que eres mi hermana, para que se me trate bien gracias a ti, y en atención a ti respeten mi vida”. Al llegar a esta parte, que no había alcanzado a comprender en toda su crudeza hasta que la leí por mí misma, dejé el tomo robusto y abandoné para siempre la sagrada lectura.
A excepción del relato del portal de Belén, que he releído alguna Navidad, no volví a acordarme de esas historietas bíblicas hasta que hace unas semanas me encontré a un cura en Twitter. A un cura, sí, un cura que se hace llamar así: “un cura”, y para descubrir si de sacerdote tenía algo más que el nombre se me ocurrió formularme una pregunta que me asalta con cada comienzo de año: ¿Qué determina que la Semana Santa baile siempre en el calendario? Con la parquedad que imponen los 140 caracteres de cada tweet, me dijo algo sobre que la luna llena cayese en domingo, y la explicación me pareció tan pagana que tuve que decírselo. Lejos de ofenderse, el bueno del cura tuvo a bien darme unas cuantas pistas en sucesivos mensajes que, además de refrescarme la memoria, han hecho que la fascinación por esas narraciones vuelva a aguijonearme con la misma intensidad que otras veces me provocan los mitos griegos.
Así me lo dijo:


un_cura:
yo creo que no [se refería a mi acusación de que la explicación era pagana]. Como todo en la vida depende de como se utilice.
un_cura: se basa en la Luna pq según la tradición los judíos al huir de los egipcios lo hicieron con luna llena y así no tener...
un_cura: que encender antorchas y la huida de la esclavitud a la libertad es lo que significa Pascua=paso, de la oscuridad a la luz
un_cura: es una explicación mal explicada en pocos caracteres -acabó disculpándose el bueno del cura.

He vuelto a coger la Biblia y he buscado la historia de la luna y los israelitas. He leído por encima, pero antes de encontrar nada sobre ese episodio lunático me he topado con aquel momento en que Dios mata a todos los primogénitos de Egipto. “Hubo llanto general en Egipto, porque no había casa donde no hubiera un muerto”. Y me ha vuelto a entrar el repelús y la desgana...
Convencida de nuevo de que mi senda lectora seguirá siendo laica, lo único que me pregunto ahora es en qué intrincado camino volverá a tentarme el Señor.

domingo, 17 de enero de 2010

La titiritera errante

El año nuevo ha traído buenos propósitos y esas cosas, pero se ha llevado a Lhasa de Sela. Lhasa era una chica que descubrí hace tres o cuatro años y que tenía cara de no irse a morir nunca. Había nacido hace 37 años en el estado de Nueva York, hija de mexicano y estadounidense, y desde los 19 años vivía en Montreal. Por eso, componía y cantaba en inglés, en francés y en español con el mismo desgarro unas veces, con la misma nostalgia otras, con la misma exquisitez siempre.

Su historia la recordó hace unos días Carlos Galilea en un obituario en El País, en el que la llamaba ángel errante.

A mí me tenía más bien cara de titiritera, de maravillosa titiritera. Cara de no irse a morir nunca.




domingo, 10 de enero de 2010

Las trampas de la memoria


La memoria es embustera. La buena memoria, yo diría incluso que tramposa. Juega con los recuerdos más certeros de la gente, deja confiar a las personas en que esos recuerdos son la vida, su vida, y de vez en cuando, cuando el relato de aquel episodio tantas veces recordado forma parte ya del retrato vital de quien lo cuenta, un flash de la memoria, a modo de fe de errores, viene a cambiar un detalle esencial de la historia y la deja patas arriba. Al dueño del episodio se le queda entonces el cuerpo y el alma en cueros y un estúpido velo de desconfianza ensucia sin remedio, como canela sobre arroz con leche, la veracidad de todo el recuerdo. “Si no era Pedro el que vino conmigo a aquel viaje, ¿quizá tampoco yo estaba en Roma, sino en Milán y todo ocurrió dos años más tarde...?”, se atormenta tal vez el de la buena memoria. “Si esa canción no se había grabado todavía, ¿no fue entonces Pablo con el que la bailé aquella noche?”, se interroga la que nunca dudó.
A mí me ha pasado más de una vez releyendo alguna de las historietas de este cuaderno y he sentido tal bochorno repentino al darme cuenta de que lo removido, escrito y publicado no era del todo cierto que me han dado ganas de añadir una nota a pie y reconocer el dislate para que todo el mundo -bueno, el selecto grupúsculo que lee este blog- sepa que no quería engañar a nadie y que, si me falla la memoria, no lo hace la intención.
Al final me doy cuenta de que la verdadera engañada soy yo y hasta he llegado a pensar si una segunda versión del mismo recuerdo que hoy me parece más precisa no acabaría siendo enmendada, una vez escrita, por otra revelación inoportuna que mi caprichosa memoria quisiera hacerme dentro de un mes.
Después de un buen rato de tormento existencial, he hallado por fin consuelo en una frase atribuida a Benjamin Disraeli, el político británico, al que le he tenido que regalar media sonrisa: “Como todos los grandes viajeros, yo he visto más cosas de las que recuerdo... y recuerdo más cosas de las que he visto”.
Quizá él, como ahora yo, sólo aspirase a que sus historias fuesen verdaderas, aunque tampoco hubiesen ocurrido en realidad justo como las contó.

viernes, 1 de enero de 2010

Propósitos

Acabar el año es un regalo. No por los doce meses vividos, una satisfacción imposible cuando el que se acaba es, por ejemplo, un año para olvidar. Acabar el año es un regalo porque supone otra oportunidad para vivir mejor, para reformular esperanzas, para enderezar caminos que durante los meses precedentes quizá se han torcido. Acabar el año es el regalo de empezar uno nuevo: limpio, entero y sin ningún tachón.

Ese año en blanco, que como una libreta nueva parece que está pidiendo planes y propósitos escritos con buena letra, genera a veces el mismo entusiasmo vital, la misma revolución interna y silenciosa, que a mí me provocan algunos libros, da igual que sean novelas, ensayos o, incluso a veces, poesía.

El que ha logrado eso ahora, justo cuando empieza el año, ha sido Daniel Pennac y lo ha hecho con un libro que escribió hace casi dos décadas y que, hablando a su vez de libros y de lectores, funciona como un revulsivo para la vida. Como una novela es una obrita breve que enseña y anima a hacer a niños y jóvenes uno de los regalos más grandes y duraderos que recibirán nunca y que recuerda a los mayores que lo han recibido ya que leer es una de las formas más eficaces de ensanchar, intensificar y exprimir nuestro paso por esta tierra efímera donde el tiempo muere y nace con sólo comer doce uvas. Parte del secreto es éste:

“El tiempo para leer siempre es tiempo robado. (Al igual que el tiempo para escribir, por otra parte, o el tiempo para amar) […] El problema no está en saber si tengo tiempo de leer o no (tiempo que nadie, además, me dará), sino en si me regalo o no la dicha de ser lector”.