lunes, 17 de agosto de 2009

Profesiones caprichosas

En las últimas semanas he sentido caprichosas tentaciones de cambiar de profesión. Lo primero que me tentó fue volverme mandriladora, que me sonó a algo así como domadora de monos. Apenas tuve tiempo de imaginarme con faldas de colores y pandereta en mi caravana de circo, porque casi de inmediato quien acababa de revelarme la existencia de esa rara profesión me dejó claro que no eran mandriles lo que debería domar, si bien confesó que no podía darme más dato sobre ese oficio que el de su semejanza con el de tornero. Luego supe que el animal que debería domeñar si me hacía mandriladora era una máquina del mismo nombre que, según parece, sirve para perforar y pulir piezas de metal, y la cosa perdió tres cuartas partes de interés.

Olvidada ya de la vida nómada que me prometía el circo, me resigné a ganarme el pan tan honradamente como hasta ahora y mantuve a raya el latente borbotear vocacional que nunca me abandona. Hace unos días, sin embargo, cuando leía el periódico con café y tostadas, me picó el gusano de volverme malherbolista, ocupación que, pese a sus innegables resonancias circenses, hizo brotar en mí una vocación tan alejada del espectáculo y casi tan pura e infantil como la que de niña se siente al querer ser misionera o médica de pobres. Me vi claramente de malherbolista, socorriendo almas y, sobre todo, cuerpos descarriados e intentando arrancarles ese mal que se les había metido dentro como la cizaña. Lo haría con cariño, con paciencia; hablando y, sobre todo, escuchando, me imaginaba ya, pero al acabar de leer aquel artículo intuí que, para ser malherbolista, debería estudiar por lo menos botánica o ingeniería agrónoma, y tuve la certeza de que mis pacientes habrían sido más aburridos y sin duda más callados de lo que mi vocación exigí
a.

Me agotó un poco el ejercicio, porque las vocaciones tienen mucho de sentimiento y en ocasiones los sentimientos, sobre todo si resultan carentes de objeto, extenúan. Quizá por eso hace un rato he empezado a sentir el capricho de volverme algo tan vulgar y corriente como columnista. Confieso, sin embargo, que este nuevo arranque no obedece a un afán de alejarme de lo exótico, sino que me ha brotado al leer en un libro que hojeaba que quien se dedica a esa pobre labor de arquitectura que constituye fabricar columnas es “un francotirador por su exclusiva cuenta y riesgo”. Todo lo contrario al deleznable asesino a sueldo, que mata sin pasión; en lugar de eso, un verdadero autónomo de la saeta que da y toma por principios. Y me estaba gustando la idea, lo confieso; me estaba gustando, sí, pese a mi declarado pacifismo…


Me estaba gustando al leer esa página, es cierto, pero es que todavía no había pasado la hoja y no había descubierto aún lo que de verdad quiero ser. Lo leí tres párrafos más adelante y entonces ya no dudé: lo que de verdad quiero ser es folletinista. La palabra, como si saltase desde el libro, se me representó delante de los ojos, flotando igual que una pompa de jabón, y después imaginé mis tarjetas de visita con ese nombre libresco bajo el mío, pero lo que en realidad me dejó ya sin habla y puso mi vocación al borde del KO fue conocer su definición precisa: “El folletinista procede de lo particular a lo general. De un hecho, en apariencia minúsculo, se saca una lección trascendente, de sentido humano. Por ello el folletinista ha de saber ver y reflejar lo que ve. El folletinista mira lo que los demás hombres miran, pero ve lo que la mayoría no supo ver”.

No sé en qué universidad se estudia eso ni si hay un novedoso ciclo formativo superior para aprender el arte de folletinear, pero, si lo hay, lo encontraré. Por mucho que cueste, lo haré.


Y, cuando lo encuentre, seré aprendiz de folletinista como otros lo son de mago.




Agradecimientos:
*A Iago, por tener una novia que tiene un padre que es mandrilador y también inventor
*A Prometeo, por explorador, descubridor y, en general, hombre-orquesta, y a Paco, por saber ver lo que otros no ven por mucho que miren, y por querer y saber contarlo
*A Fernando López Pan, por recoger en 70 columnistas de la prensa española esas definiciones tan evocadoras de la Enciclopedia del periodismo (1953) y de Apuntes de periodismo (1967)