domingo, 31 de agosto de 2008

Vocal-Consonante-Vocal

Vomitan en los portales, se pelean como gallos suicidas, berrean en las aceras cuando los echan de los pubs, cantan hasta la exasperación (del que los oye, claro) cuando están borrachos y la ciudad es puro silencio y, a pesar de estos indicios inequívocos de barbarismo, parece que han ido a la escuela. A los que se encontraron con la valla de la foto, en el cruce de la calle del Sol con la del todavía honrado Juan Canalejo, le debieron de empezar a bailar las letras como en el concurso de vocal-consonante-consonante-vocal y con indudable acierto llamaron a la calle por su nombre. Después -seguro que tras un buen rato de darle al majín y al vaso de plástico- se concedieron la licencia poética de añadir una nueva y aliterada palabra al diccionario, la tórrida ortobrasa, que no es otra cosa que ese incandescente resplandor en el horizonte que se produce cuando sale el sol -en el orto, vamos- y que quizá a los trovadores que inventaron el término les marque el momento de la retirada. A ellos la valla les inspira casi a un verso; a otros, el mucho más ramplón Calle cortada por obras.

viernes, 22 de agosto de 2008

Desvarío

Yo todavía la quiero -son más de ocho años de vida en común-, pero se está volviendo rara. Regresó a casa anteayer después de una de esas ausencias suyas por las que ya ni me molesto. Nada más llegar se fue a hacer la compra, porque yo sobrevivía ya con las últimas existencias, y al volver estuvo cariñosa, como siempre; pasamos una noche plácida. Pero ayer empecé a notar en ella una discreta, aunque persistente, inquietud. Mis temores se confirmaron al mediodía. Se sentó en su rincón de trabajo, como cualquier otra mañana que se pone a teclear, pero en lugar de eso la vi manipular no sé qué objetos que intentaba ocultar oponiendo su cuerpo a mi mirada. Yo remoloneaba por la sala de estar y con esa actitud despreocupada me acerqué hasta la papelera y simulé que buscaba algo entre los papeles arrugados. Pude ver de reojo cómo me dirigía una mirada cargada de cautela, que se volvió tranquila al comprobar mi aparente desinterés. Confiada ya, siguió con su ajetreo manual y pude ver, con extrañeza, que lo que hacía y había intentado ocultarme era tan inocente como el juego de cualquier cría: tenía papel, lápices de colores y unas tijeras y hacía recortes amarillos, naranjas y azules que luego pegaba en el borde de la mesa. La miré conmovida por esa capacidad infantil que todavía tiene de entretenerse con los objetos más cotidianos y le acaricié los tobillos como a ella le gusta. Tal como esperaba, me levantó y me tomó en sus brazos y yo entrecerré los ojos y me abandoné a un intenso ronroneo que me hizo bajar cualquier defensa. Tan entregada estaba al dulce escalofrío de mi cuerpo, que apenas percibí su gesto cuando me colocó la primera pegatina -en el cuello, según pude comprobar después-. No pude imaginarme qué significaba aquel maltrato. La segunda, un cuadradito de papel azul que me pegó en la parte más alta de la frente, entre las orejas, me dejó paralizada, perpleja. ¿Qué clase de criatura es ésta? ¿Cómo puede poner esa sonrisa dulce y hacerme...? ¿Pero qué está haciendo?, fue lo único que en mi confusión atiné a pensar. Con esas preguntas me martiricé mientras la veía manipular la tercera pegatina, naranja, y me dejé hacer como si en lugar de un ser sensible y delicado fuese una muñeca de peluche, amorosa y suave, pero sin corazón.
Así sentía que me estaba tratando ella, aunque no lograba entender por qué. ¿A qué venía esa payasada? Antes de atisbar siquiera una respuesta, me di cuenta de que aquello no había acabado y, pese a la humillación, decidí descubrir dónde estaba el límite de aquel ridículo. Etiquetada como si fuese un juguete en venta, dejé que me llevase al dormitorio. Nada más entrar, se detuvo y, como si me pusiese en la picota, se colocó ante el enorme espejo que se trajo la semana pasada y en el que no para de mirarse con complacencia y me enfrentó con mi resignado reflejo. Allí estaba yo, de natural esbelta y elegante, pegoteada y ridícula; allí estaba debatiéndome entre la indignación y la misericordia, entre el arranque de arañar, morder y bufar y la decisión serena de sufrir con paciencia las flaquezas y debilidades del prójimo. En contra de mi instinto, opté por lo segundo. Y suspiré.

No sé qué esperaba demostrar ella con ese circo, pero lo cierto es que todavía me sostuvo en los brazos durante mucho rato y acercó varias veces mi cara al espejo queriendo provocarme, como si no hubiera visto ya de sobra los tres papelitos que salpicaban mi reflejo.

Yo, que resistí sin hacer siquiera un mohín, espiaba su expresión en el espejo y descubrí, con sorpresa de nuevo, que los ojos se le estaba poniendo casi tan tristes como a mí. Unos minutos después y sin que hubiese ocurrido nada más que nuestro profundo abatimiento, aquello cesó de repente. Como si hubiese estado fuera de sí hasta entonces, ella me quitó con cuidado las pegatinas, que ya casi se desprendían solas, y rozó su nariz con la mía como nadie más sabe hacer.

No me avergüenza admitir que la perdoné al instante porque mi fachada felina es liviana como el papel, pero, aun perdonando, no olvido y desde ayer me desvelo pensando por dónde me saldrá la próxima vez. Me preocupa que esto pueda ir a más y, sobre todo, a peor.

Desde que pasó lo del espejo la he sorprendido más de una vez, cuando cree que dormito, con la mirada extraviada y la he oído susurrar con expresión lastimera:

-Cómo puede ser que una urraca tonta...

miércoles, 20 de agosto de 2008

"Lo sabía, soy una urraca"

La cita del título se la he robado a El País, que la utiliza como titular para contar que un grupo de científicos alemanes ha descubierto que las urracas, esos pájaros elegantes y de mala fama, esos ladrones de guante blanco, tienen la rara capacidad de reconocer su reflejo en los espejos, algo que hasta ahora se pensaba reservado a humanos, chimpancés, elefantes y delfines.
No quiero afirmar nada antes de realizar una rigurosa investigación científica, pero tengo la intuición empírica de que mi gata también pertenece a ese selecto club de seres con reflejo o que, si no el suyo, al menos reconoce el mío en los espejos. Para saberlo intentaré emplear -intentaré, digo, porque la felina no es precisamente una chica fácil- el mismo método que los sabios alemanes, que no es otro que el de colocar pegatinas de colores en el cuerpo del animal objeto de estudio y observar su reacción. La de las urracas fue pasar olímpicamente de las etiquetas hasta que no se las vieron, es decir, hasta que no se encontraron delante de un espejo; en ese momento comenzaron a arañar la superficie justo donde se reflejaban las pegatinas. Primitivo, ¿no? Pues no queda ahí la cosa, porque a las urracas les pusieron también la imagen de otro pájaro con las mismas etiquetas pegadas, por si picaban, pero demostraron que así ellas, que no han merecido por azar la fama de oportunistas y mala gente, no mueven ni una pluma.
Por lo pronto puedo adelantar que cuando Elsinha y yo estamos juntas ante el espejo ponemos las dos cara de interesantes desinteresadas, lo cual, en mi caso, puede atribuirse a la coquetería y en el suyo bien podría decir que también. Pero a lo que voy es a que, cuando en esa situación le guiño un ojo, ella -estoy segura- me mira con fijeza y, en ocasiones, hasta me imita, algo que, si no de gata con reflejo, es sin duda habilidad de gata muy lista. Tan lista me la supongo, que de ella espero, no ya que vea las etiquetas que le colocaré estratégicamente por el cuerpo -ya me imagino la escena en cuanto me vea venir-, si no que, una vez localizadas, se las quite directamente del cuerpo en lugar de arañarlas en el espejo como haría una urraca tonta.
¿Ilusa, piensa alguien? Bueno, bueno. Se verá...

viernes, 15 de agosto de 2008

Lección de pedagogía

Hoy he visto dos osos pardos, dos tigres (tristes), tres leones, una pantera negra (dos patas y media cabeza de una pantera negra), tres jabalíes, montones de ciervos, de pavos reales, un puñado de monos de apellidos diversos, serpientes de muchos colores, buitres, águilas, un precioso y elegante cuervo, arañas peludas, cucarachas, un búho pensativo, una cigüeña con un ala terminada en muñón, una mariposa, un escorpión, un camaleón de ojos alocados, dos gatos zalameros, dos linces europeos, tres o cuatro cabras de imponente cornamenta, peces de colores, lagartos grandes y pequeños, insectos palo, galiñas de Mos... Hoy he ido al zoo.
Hoy también he descubierto que con un año y medio de vida y una melodía pegadiza puedes aprender cualquier cosa. La musiquilla de Lola es: "Fulano, Fulano, Fulano es cojonudo, como fulano no hay ninguno". Y te deja con la cara hecha un garabato interrogativo cuando te toca el brazo y te dice: "A-é-a". No entiendes nada y repite: "A-é-a". A la tercera alguien experto, sentado en el asiento delantero del coche en el que tú viajas con dos sillas infantiles en los flancos, canta lo que tú ni imaginabas: "Andrea, Andrea, Andrea es cojonuda, como Andrea no hay ninguna". La operación se repite con Sergio, con Teo... Con Lola, no; no le gusta el autobombo, por lo que parece. Pero cuando su elenco de gente estupenda se acaba y la tarde transcurre ya entre fosos, estanques y jaulas, la melodía vuelve a entonarse tímida y comienza la lección. "¿El búho?", sugieres con cautela, por probar. Y responde una mirada atenta. Todo lo demás es cantar y cantar: "El búho, el búho, el búho es cojonudo, como el búho...". Y así todos los que pudieron salvarse del diluvio universal. El pato, el buitre, el cuervo, la cigüeña... Y ella repite; repite con lengua de trapo, pero repite al fin.

Hoy yo he aprendido una cosa; o dos. Ella -qué envidia- ha aprendido cien o doscientas cosas más.

miércoles, 6 de agosto de 2008

Bajo una higuera calabresa

Mis pies apuntan hacia Cosenza, la capital de la provincia homónima que está en mitad del empeine de la bota italiana. En San Benedetto, el pueblo donde está la casa que tiene el huerto que tiene la higuera que tiene la hamaca que me sostiene, vive desde hace más o menos tres meses un joven escultor de Cabo de Cruz -Cabo de Crus en su boca-, Concello de Boiro, un joven escultor que se enamoró en Santiago de una italiana y la siguió hasta su pueblo en las montañas, un pueblo donde las cigarras nunca dejan de cantar.
Tucho -"Eu son Tucho, pero no carné pon José Antonio"- vive en una casa prestada con un gatito negro y otro color crema y, además de higueras y una hamaca, tiene en el huerto calabacines, pimientos, tomates... -que riega y recoge con mimo- y todos los bártulos que puede necesitar para hacer sus esculturas. Con cristales y resina que va a buscar al monte prepara la pasta que luego transforma en sirenas, pensadores de Castelao, venus redondeadas, piezas de ajedrez...
Su familia no entiende cómo puede hablar italiano cuando malamente se expresa en español, pero, como él dice, la cuestión es querer comunicarse. Eso lo aprendió con María, su vecina, que desde que tiene a Tucho viviendo en la casa de al lado sale a su terraza cada vez que oye cualquier movimiento en el huerto del escultor gallego.
-Tutto posto?- cuenta Tucho que empezó preguntando María, por saber qué tal, en cuanto cruzaron saludos.
-Bue... -comenzó contestándole Tucho mientras, haciendo oscilar la mano vuelta y vuelta, ora la palma hacia arriba, ora el dorso, intentaba hacerle ver esa perpetua insatisfacción gallega- La vitaaa... -añadía por toda explicación.
Y María, como quien descubre un secreto guardado con celo, le respondía comprensiva:
-Aaahhh, la vitaaa...!
Y los dos volvían a sus tareas satisfechos por haberse entendido.
Yo tuve la suerte de conversar también con María. Era un lunes, poco después de las seis de la mañana, y yo acababa de asomar al huerto donde el día lo inundaba ya todo. En cuanto salió a la terraza y me vio se dirigió a mí creyendo que era la hermana de Tucho llegada de Galicia. No lo era, fue lo poco que le pude hacer entender, y, aunque cruzamos varias frases incomprensibles para ambas que me hicieron querer huir hacia el interior de la casa, María no se desanimó y siguió hablando con un enorme interés por mí. Al final me ofreció un café y yo le respondí agradecida que estábamos a punto de tomarnos el nuestro. Lo que le dije era mentira, pero aun así las dos nos despedimos con ese lenguaje amable y universal de las sonrisas.
A Tucho, que sigue hablando con sonrisas y en gallego a sus vecinos -que en vez de gallegos nos llaman galicianos-, le tuve mucha envidia esos días. Por su huerto, por su casa y por vivir en una montaña tranquila y repleta de tiempo y de paz; tiempo y paz para dejar reventar, como los árboles con sus brotes, todo lo que le bulle por dentro. Lo envidié mucho por eso, pero también por tener una vecina curiosa que todavía mira y habla a la gente a los ojos.

Nota: María es la que asoma a la derecha de la foto, sobre el balcón. Tucho es el que mima su obra y el que, hasta en la camiseta, lleva a 'Galiza no corazón!'.