domingo, 20 de diciembre de 2009

Un Belén de modistilla


Hay dos cosas, al menos, que envidio de los católicos: una es la confesión, esa amnistía general que se inventaron para liberar la conciencia y el alma del lastre de la culpa y que, como la magia, sólo funciona si uno cree; la otra cosa es la Navidad.
Sin fe y con propensión natural al mal, he tenido que buscar un método para que mis culpas cotidianas no me hundan como pies de cemento, así que no me ha quedado otra que intentar portarme bien desde la mañana para que cuando llegue la noche no tenga demasiado de lo que arrepentirme.

Lo de la Navidad, sin embargo, no lo perdono y, aunque sea sólo un cuento católico, es un cuento ciertamente hermoso al que me gusta volver. Por eso este año he buscado entre mis bolsas de retales y con un pedazo de tela de aquí, otro de allá, unos ovillos de lana, botones y alfileres me he montado un Belén de modistilla que he rematado con una estrella de cinta métrica y un palo de brocheta a modo de bastón. Me ha quedado una María muy flamenca, un José que más que carpintero parece un genio loco y un niño risueño y cabezón. Un nacimiento tan improvisado, al menos, como cuenta el cuento que fue aquel parto de Belén. Quien no recuerde la historia, que la relea. Si no, que la escuche.
Aquí la canta Berrogüetto. Se llama Nadal de Luintra.

lunes, 7 de diciembre de 2009

Gata entera


Está bien sentirse única, original y diferente, pensar y hacer cosas audaces que algunos no entienden, pero casi siempre lo que nos hace sentir mejor a todos es ser normales y, sobre todo, sentirnos comprendidos y comprender. Yo, que tengo una gata negra con mucho temperamento y uñas bien afiladas, me he sentido así al leer un artículo de Paco en la revista Nuestro Tiempo en el que habla de los “Caballos enteros” de Manu: Zezeré y Golegá.

Zézere y Golegá pueden ser enganchados al coche de competición, pero hacerlo resulta una ceremonia complicada, atenta, que no está al alcance de cualquiera. Una vez enganchados, se sincronizan como uno, pero no pueden pastar juntos ni con otros caballos, porque se enzarzan muy fácilmente hasta con los ponis. Mi amigo los prefiere porque son mejores y más seguros, aunque dé más trabajo criarlos y dirigirlos. Sobre todo, los prefiere porque le gusta respetar la naturaleza de las cosas, de los animales y de las personas. Castrados serían más dóciles, menos nerviosos, pero él los quiere enteros”.


Casi lo mismo me explicó el veterinario cuando hace ya bastantes años le pregunté qué pasaría si esterilizara a Elsinha. Me dijo que, además de no tener celo, sería más dócil y más cariñosa y que lo único que tendría que controlar a partir de entonces sería su dieta, porque al castrarlos los gatos pierden esa cualidad innata que les permite comer sólo lo que necesitan y que explica por qué hay gatos domésticos obesos. Ni que decir tiene que la idea de arruinarle a mi gata el carácter, la libertad de afectos y su envidiable figura me pareció como cambiarla por un peluche a pilas que ronronease e hiciese miau, así que ahí se quedó el asunto y creo que ni siquiera volvimos por la consulta.

Dejarla ser como es me ha valido en este tiempo unos cuantos bufidos; cientos y cientos de arañazos, no todos malintencionados; una admiración infinita por su agilidad, su gracilidad y su sigilo; unos cuantos cientos de carcajadas por su curiosidad malsana y una gratitud que sólo unos cuantos podrán dimensionar por sus espontáneas y en ocasiones sorprendentes manifestaciones de afecto. A ella ser como es le ha valido los adjetivos de antisocial, arisca, loca y fiera. Hay quien todavía me pregunta, al ver los bajos de mi sofá deshilachados:

-¿Pero no le cortas las uñas?

-Es que es una gata... -sólo atino a responder.

Ya sé que lo que cuento no tiene mucho que ver con lo que quería decir Paco en su artículo y que tampoco tiene una dimensión clásica ni universal que mi gata sea negra, temperamental y entera como Zézere y Golegá lo son, pero ahora que ella ronronea tumbada sobre mi antebrazo derecho mientras escribo con tres dedos de la mano izquierda pienso que si yo fuese una gata me gustaría que me diesen la oportunidad de ser como ella es, que me dejasen ser como soy, y que prefiriesen mi caricia y mi bufido felinos a la zalamería de un peluche adulterado.

Nota: La imagen fue tomada el día que decidió abrir un ventanuco en el estor, que, por otra parte, ya estaba bastante consumido por el sol.

jueves, 3 de diciembre de 2009

Última carta a los Reyes


Queridos Reyes Magos:

Quizá sea un poco pronto para escribiros, pero como Carrefour ya me ha mandado el catálogo de juguetes y el formulario para redactar esta carta había pensado que quizá por una vez -y más ahora con la crisis- es hora de pedir, por si las existencias se acaban.

Después de hojearlo, sin embargo, ya no sé si pedir regalos o explicaciones. Porque yo quería una cámara digital y claro que la encontré en el catálogo -tiene 150 páginas-. Pero aunque sacar una foto es un acto del todo neutro, donde no se requiere más que vista en un ojo y movilidad en un dedo, la máquina en cuestión se presenta en dos modelos: azul con estrellas y rosa con corazones.

¡No, no! No me deis explicaciones todavía ni digáis que puedo elegir el color que quiera, no seais políticamente correctos, por favor, porque ya no me lo creo. Quizá lo creí durante un tiempo, cuando vi por ejemplo que a mi sobrino le traíais una muñeca cuando tenía uno o dos años, pero dejé de creerlo cuando, al cumplir los tres, pidió una bicicleta de su color favorito y, a instancias de su abuelo, acabasteis trayéndosela azul por miedo tal vez a que si fuese como él quería, rosa, acabara volviéndose gay. No me digais entonces que yo puedo comprarme una cámara azul. Ya no me trago esa trola.

Tampoco puedo, por el mismo motivo, pediros un ordenador, que también me haría ilusión, porque el que me he encontrado en el catálogo dos páginas después hace la misma selección natural: tenemos el modelo Mickey, rojo, negro, verde, azul... y el modelo Minni, rosa, rosa, rosa y blanco, y con forma de corazón. Y, con mi inocencia pueril, me pregunto: ¿Qué ocurre? ¿Los hombres no tenéis corazón? ¿O es, más bien, que las descorazonadas somos nosotras y por eso, desde niñas, nos metéis la víscera que nos falta por los ojos?

Sigo viendo el catálogo y prefiero obviar los modelos verdes y ¡rosas! de los teclados, consolas y bolígrafos de Pocoyó. Eso es una nimiedad. Opto por pasar directamente a la parte rosa del asunto, a las páginas con encabezamiento rosa, las del centro de maternidad, el centro de belleza, la peluquería, las cunas, las mesas de comiditas, esas donde aparecen niñas dándole el biberón a sus bebés, empujando sus cochecitos... donde en cuatro cocinas aparecen cinco niñas y ¡un niño! Pasamos también a esas otras, también rosas, de la barby, donde te preguntan: ¿Qué fashionista eres tú? Y te aseguran que de las seis muñecas que te presentan ¡cada una tiene una personalidad! ¿Saben lo que están diciendo?

Y saltando la página también rosa de Hannah Montana, paso ya a otras dos donde domina el naranja y aparecen niños con disfraces de superhéroes. Niños, sí, vestidos de superman, batman, power ranger, marciano con poderes... ¿Y las niñas? Pues una de cenicienta con vestido azul, otra de princesa barbi con vestido rosa y un combinado de High School Musical con una animadora y otras dos niñas con ademanes de señorita pepis. Ese es el abanico de atuendos. Y a partir de entonces comienza el mundo azul...

Y azules son los coches, naves, personajes fantásticos, maquetas futuristas, guitarras, sables, robots, camiones, el barco pirata de Peter Pan, el camión safari de Tarzán, el castillo del Rey Arturo, el taller de bricolaje, el set de construcción espacial, el barco y el helicóptero de rescate, el volante Cars, el estadio de carreras, el tren eléctrico, el plató de televisión, el parque de bomberos, las urgencias hospitalarias, el scalextric y los coches teledirigidos.

Y en las siguientes páginas naranjas, las supuestas unisex, el azul y el rosa siguen marcando algunos juguetes: Genio Smart y Girl PC; las pizarras donde un niño dibuja edificios y un avión y una niña pinta -¡en rosa!- flores y corazones; el Moon Sand Construcciones o el Moon Sand Ponies (estos rosas y lilas con corazones y manejados por dos niñas)... Y después -¡por fin!- muchos juegos de mesa con colores neutros entre los que yo -¡por fin!, repito- puedo elegir sin fijarme en los colores.

Y cuando parece que eso va a ser todo, queridos Magos, aunque no sea poco, llega todavía el capítulo de vehículos de motor, donde hasta los correpasillos van pilotados por niños y en cuatro páginas la única niña que se ve en un coche va ¡de copiloto! mientras el volante lo maneja un varoncito. Pensé que no podía encontrarme más sorpresas, pero me bastó con volver la página para toparme con una guinda en el apartado de bicicletas para niños y niñas de 2 a 5 años: la roja es Max Bombero, con casco y extintor; la rosa, Pretty Girl, con casco y ¡portamuñecas!, un elemento indispensable que no falta en ninguno de los modelos rosa y que en los rojos o azules se sustituye por un práctico portaobjetos.

Y así las cosas ya no quiero regalo. Ni regalo ni explicación ni nada. Así no quiero más Reyes. En este mundo donde reina la oferta y la demanda, paso de vuestro catálogo transnochado que nunca hará soñar a las arquitectas, conductoras, astronautas, bomberas, carpinteras, maquinistas, doctoras y heroínas de mañana.

Espero encontrar de aquí al 6 de enero unas Magas que no me hagan trucos ni trampas. Desadme suerte.


Vuestra (hasta ahora),


Yo.


P.D: en la imagen, mi sobrino trata de evitar que se le caiga la niña mientras conduce la bici azul que le trajisteis a los tres años y que no tiene portamuñecas.

lunes, 16 de noviembre de 2009

La memoria del blog; el olvido de Twitter

Intuía que Jeff Jarvis era un tipo interesantísimo porque, entre otras cosas, alguien se dedicaba a la tarea de traducir cada uno de sus post, pero aun así nunca me había parado a leerlo porque cuando trabajo -que es cuando me lo topo- apenas paso de los titulares. El otro día alcancé a leer dos o tres párrafos y me convencí del enorme peso que tienen los flujos digitales, muchas veces mayor que el de algunas bibliotecas.
Fueron estos:


"Mi preocupación es que cada vez tuiteo más y blogueo menos. Twitter satisface mi deseo de compartir. Esa es la principal razón por la que blogueo, y he descubierto que eso es lo que hace mejor un post. También quiero almacenar información, como si enterrase nueces; una vez que está en el blog, la puedo encontrar. Pero cuando comparto enlaces en Twitter, desaparecen pronto. También uso mi blog para analizar ideas y ver las reacciones. Twitter es pobre para eso (bueno, supongo que Einstein podría haber twiteado su teoría de la relatividad, pero muchas ideas y discusiones son demasiado amplias para ese formato), pero aún así lo estoy usando más en ese sentido que el blog.

No es que no pueda ni deba bloguear también lo que digo en Twitter; los tuits pueden ser el ensayo en el suburbio, el blog el estreno en Broadway (y el libro, Hollywood). Pero Twitter lucha por hacerse con mi tiempo y atención. Es mucho más rápido y fácil. Es lo suficientemente bueno para la mayor parte de mis necesidades. Así que el blog se resiente. Y yo sufro. Ya debato menos aquí. Voy a perderos a algunos de vosotros como consecuencia, y vosotros sois el valor que recibo del blog. Pierdo memoria. Y pierdo el referente en torno al cual nos podemos reunir".


Yo también uso el blog para pensar y para guardar ideas que de otra manera perdería. Es memoria, sí, y como tal parece un patchwork de mi vida. Twitter, en cambio, es puro impulso de comunicar, ocurrencia, frase que no puede callarse; sublime o boba, pero siempre efímera.

Pero Twitter también es otra cosa. Yo, por ejemplo, acabo de escribir en esa pizarra de humo que estoy escuchando a la Callas -lo sigo haciendo ahora- porque la tipa -terca y caprichosa como la diva que fue- hace vibrar mi tímpano y con él una extraña fibra, que a veces llega casi a exasperarme. Y aunque lo cuento porque lo estoy haciendo y la máquina pregunta precisamente eso: ¿Qué estás haciendo?, no deja de ser una característica que me atribuyo como quien construye un avatar, mientras omito otras muchas que quizá me describen mejor, aunque luzcan menos. Porque, más allá de la información "útil" para el resto de tuiteros que se publica, con lo que contamos y con lo que callamos no hacemos más que construir un yo digital que quizá no tenga tanto que ver con lo que nosotros somos como nos gustaría pensar.

Pero de esa mentira espero poder hablar otro día.

viernes, 6 de noviembre de 2009

Amaneceres



Graznan las gaviotas
cual parejas que gruñen
en la mañana.

lunes, 26 de octubre de 2009

La salvación del lunes




Día menguado
trae el otoño. También

naranjas nuevas.

martes, 20 de octubre de 2009

El ritmo de las palabras


De Domingo Villar, un escritor vigués autor de dos novelas superventas que han sido traducidas a una decena de idiomas, no he leído más que una entrevista. Fue en julio y desde entonces me ha quedado en la recámara alguna cosa que decía y, sobre todo, algunas que escribió de él Sandra Faginas, quien lo entrevistó entonces.

Me gustó que sus amigos no tengan nada que ver con los círculos literarios; que considere escribir como un oficio para humildes, “un trabajo de resistencia titánica y de duda constante”, según resume la entrevistadora; y me gustó también que su obsesión sea la historia, entretener emocionando. Pero lo que de verdad me ha hecho volver a la entrevista después de casi tres meses es la referencia a su método para auscultar el ritmo del texto: “Unha das súas teimas é ler en voz alta os parágrafos da novela para notar ese bo facer dun xeito intuitivo”. Y sólo por eso tendré que leerlo.

Pero mientras tanto, yo, que no escribo y no tengo, por consiguiente, nada propio a lo que medirle el ritmo, no dejo de entrenar el oído. Ahora, que no le hago más que trampas al sueño, leo en voz alta por las noches el Microcosmos de Claudio Magris, y si me ejercito así no es sólo para evitar que se me desplomen los párpados (nadie se duerme mientras habla) ni tampoco porque la prosa de Magris parezca estar hecha para cantarle al oído mientras los ojos, cerrados, imaginan. Es por eso, pero no sólo por eso.

Si leo en voz alta ahora es por el placer de escuchar qué claro y qué bien sé leer. Y este buen leer que he ido cultivando libro a libro ha sido posible a pesar de que de niña, en el colegio, en lugar de dejarme disfrutar de las palabras, me las cronometraban. Con diez u once años, mi profesora de Lengua estableció la marca de cien palabras por minuto y, en aquellas absurdas competiciones que se daban en la hora de lectura, los torpes como yo leíamos algunas palabras y otras nos las zampábamos para quedarnos, aun así, a las puertas de la centena. Lo que más recuerdo del libro de lectura de aquel año, que se llamaba Alféizar, no son las historietas que reunía, sino los puntitos que iban salpicando el texto para medir las noventa o cien palabras que leía cada alumno, mientras algún otro que tenía reloj digital (la labor de cronometrador estaba muy disputada) vigilaba el paso de los segundos. Yo tenía un reloj digital que me habían regalado en la comunión y con él, además de aspirar al puesto de cronometradora, me encerraba en el cuarto de baño grande de mi casa, que tenía una ventana alta donde entraba todo el sol del día, y leía sesenta segundos de historias mutiladas y sin sentido.

Entonces, con diez u once años, añoraba cuando tenía siete u ocho y otra profesora -joven, divertida, sonriente, mi profesora preferida para siempre jamás- nos hacía leer de otra manera. Ella fue quien nos montó una biblioteca en uno de los armarios empotrados del fondo del aula, de donde los viernes por la tarde podíamos coger libros y llevárnoslos a casa. Para meternos el gusanillo, ella nos leía en clase unas cuantas páginas de alguno de los libros y aquello sí que era saber leer. Parecíamos bobos y mudos cuando, sentada sobre su mesa, con sus vaqueros y sus jerseys de colores, nos leía, por ejemplo, La isla del Tesoro, esa aventura que yo luego buscaba en el libro y me resultaba, sin su voz, del todo insulsa. Por eso estaba convencida de que esas historias increíbles sólo estaban en su boca.

Supongo que fue a esa edad (y salvando el paréntesis del cronómetro) cuando empecé a rastrear con el oído ese ritmo que Domingo Villar persigue hoy en sus párrafos y Claudio Magris escribe en la partitura de sus textos.

Supongo que por eso me gusta ahora escucharme leer alto y claro, como de niña nos leía ella.

Y por el mismo motivo, supongo, leeré ahora lo escrito para saber qué tal suena.


viernes, 9 de octubre de 2009

El nombre de las cosas

El otro día leí los resultados de una investigación que no me sonaba a nueva. Decía que las vacas que tenían nombre daban más leche que aquellas que sus dueños no habían bautizado y, si bien podía ocurrírseme pensar en ese momento en las Marelas, Cucas y Fermosas que habitan los productivos establos gallegos o en que los que tratan al ganado por su nombre deberían tener mayor cuota láctea, de quien me acordé entonces no fue de una vaca ni de un ganadero, sino del director del primer periódico en el que trabajé.
Era yo entonces muy joven, muy inexperta y rebosaba productividad; era él ya mayor, veteranísimo y parecía vivir ajeno a aquel ritmo laboral que a nosotros nos tenía deslomados y, a veces, hasta insomnes.
En contra de lo que alguien pudiera estarse ya imaginando, él era de los que llamaba a las personas por su nombre. Él, que veía nuestras firmas un día tras otro en su periódico; él, que parecía saberlo todo, pese a salir muy poco de su despacho; él cruzaba algunas mañanas la pequeña redacción y, en tono seco pero muy correcto, decía para que los tres o cuatro que estábamos allí lo oyésemos muy claro:
-Buenos días, Bea.
Y mi jefa, que era todavía más productiva que nosotros y se marchaba a veces pasada la medianoche, respondía también seca y correcta:
-Buenos días.
Y el resto de las reses de aquel establo nos sentíamos eso: ganado.


jueves, 1 de octubre de 2009

La casa de Ramiro


La casa de Ramiro era en realidad dos casas. Mejor dicho: la casa de Ramiro era una sola casa, pero hecha de dos viviendas. Y ni siquiera eran dos viviendas pegadas, una encima de la otra o una al lado de la otra. Las dos viviendas estaban, más o menos, una frente a la otra en dos de los laterales de un patio de colegio de geometría irregular. Como el padre de Ramiro era profesor y además director del colegio tenía derecho a una de las viviendas del grupo escolar, pero como con los años acabó teniendo cinco hijas y un hijo le asignaron otra vivenda en el mismo patio, a quince metros o así de la primera, que se fue convirtiendo con el tiempo en una sala de estudio para las hermanas mayores de Ramiro, un desván donde guardar los trastos de la familia y un espacio íntimo y restringido donde a Ramiro y a mí nos dejaban colarnos algunas veces; otras, lo tomábamos por nuestra cuenta: saltábamos un pequeño muro en la fachada de la casa y accedíamos al interior desde el patio trasero, donde un enorme árbol de fronda verde oscura (nunca he sabido llamar a los árboles por su nombre) lo cubría todo de sombra.

Entrar allí era excitante, pero ni siquiera imprescindible para nosotros dos. Entrar allí suponía extender unos dominios ya de por sí ilimitados porque, debido a la particular situación familiar de Ramiro, todos los espacios a los que puede aspirar un niño antes de cumplir los diez años estaban a nuestro alcance. Cuando a las doce del mediodía salíamos Ramiro y yo del colegio, su padre, viudo desde que nosotros teníamos más o menos seis años, seguía con sus tareas de director; sus cuatro hermanas mayores estaban en el instituto e incluso alguna en la Universidad; y su hermana pequeña, a la que llevábamos tres años o así... Pues su hermana pequeña... no sabría decir con certeza qué hacía; debía de estar en el mismo estado de libertad apenas vigilada con la que nosotros vagábamos por nuestro pequeño mundo.

En casa de Ramiro había siempre cierto caos que acentuaba aún más aquella sensación de libertad infantil sin límite. En su cocina, el fregadero estaba siempre lleno de loza, a veces sucia, y también el lavavajillas, imprescindible para ellos y que a mi casa no llegó hasta unos cuantos lustros después. A causa de ese desorden, cada vez que yo pedía allí un vaso de agua lo bebía con cierto escrúpulo, porque nunca era capaz de sacarme de la nariz aquella mezcla de olor a Mistol y a suciedad reseca. En contrapartida, en aquella casa podías subirte al brazo de un sofá para alcanzar un álbum de cromos guardado en lo más alto de un mueble y podías curiosear en los armarios y podías hacer experimentos y potingues en el patio trasero sin temer que una mirada adulta te reprendiese. Y podías hacer todo eso durante unas cuantas horas al día.


Durante otras tantas, Ramiro y yo teníamos para nosotros solos un colegio y un patio que, en horario escolar, debíamos compartir con trescientos o cuatrocientos niños más. Cuando por las tardes las aulas se vaciaban y alumnos y profesores se iban a sus casas, nosotros le dábamos un nuevo sentido a aquel espacio: escribíamos y dibujábamos en el encerado sin pedir permiso a nadie, entrábamos en la sala de profesores, nos paseábamos por los despachos del director y del jefe de estudios y metíamos la nariz en todo aquello que no estaba cerrado con llave. Recuerdo que en aquellas salas manejé por primera vez una máquina de escribir y, tras la emoción inicial ante aquella tarea que intuía ya apasionante, descubrí lo difícil que era pulsar las teclas y lo aburrido que resultaba escribir con dos dedos sin saber dónde estaban las letras y, lo que es peor, sin tener nada que contar.


Y alguna tarde, cuando el profesor de gimnasia -ese que daba clase con camisa y pantalón de tergal- se olvidaba de guardar los aparatos en el almacén, saltábamos en las colchonetas, intentábamos sin éxito ascender por aquella cuerda imposible que pendía del techo o nos colgábamos de las anillas sin saber sacarle más partido que el de balancearnos apenas unos segundos como dos pesos muertos.


Esos juegos extraordinarios llenaban nuestro día a día y por eso, supongo, algunas veces ni la primera casa ni el colegio entero ni el patio eran bastante para nuestras inquietudes de niños. Y entonces nos íbamos a la casa de allá.


Aquella casa, como la primera, tenía dos plantas -con cocina, salón y despensa abajo, y baño y tres dormitorios arriba-, y lo más vívido que recuerdo no es aquella llave de la entrada principal que intentábamos agenciarnos con tan poco éxito, ni aquella vieja silla que poníamos contra el muro para poder saltar, ni los hierbajos altos que crecían bajo el árbol del patio trasero ni los muebles escasos y las paredes casi desnudas. Lo que ahora me asalta sin que apenas alcance a definirlo, ni tan siquiera a explicarme, son las ganas de estar allí que sentía entonces; ganas de estar allí que no tenían que ver con el bienestar ni la protección, sino más bien con esa intuición de independencia y de libertad adulta que parecían exudar aquellos muros.


Quizá sea porque guardo dos detalles que entonces actuaban como puentes levadizos entre nuestra niñez y el mundo: uno era un puzzle de miles de piezas, casi todas azules y blancas, de las que una de las hermanas de Ramiro estaba haciendo emerger un enorme barco velero, y que teníamos prohibido tocar a riesgo de perder la vida. El otro recuerdo son las cartas; unas cuantas cartas de amor dirigidas a otra de las hermanas de Ramiro que nosotros, tan niños, leíamos con el mismo respeto y extrañeza que nos provocaría un jeroglífico, pero que en lugar de símbolos egipcios tenían pegados pétalos de rosa.


Pero quizá la explicación última de esa sensación escurridiza es que, muy al contrario que Peter Pan y que mi hermano Óscar, yo siempre quise hacerme mayor y allí, en aquella casa, podía soñar con crecer.

miércoles, 2 de septiembre de 2009

Aprender a navegar

Yo quiero vivir como otros navegan. Se me metió en la cabeza ayer cuando regresé al último libro leído para capturar con el lápiz una cita antes de que se me olvidase. Era de un marinero curtido durante décadas por el salitre que intenta ayudar a encontrar el rumbo a un jovencito sin norte durante un temporal marítimo y vital:

"Me gusta la libertad que me proporciona el barco
-le dice-, aunque la vida a bordo no es, como creen algunos, la libertad. Navegar es, sobre todo, aceptar los obstáculos que uno mismo ha elegido. Y esto es un privilegio. Casi todas las personas se encuentran sometidas a las obligaciones que la vida les ha impuesto. Yo tengo las obligaciones que he elegido libremente".


Y yo quiero navegar así. O vivir. O lo que sea.


Quiero esa plenitud de vivir, de exprimir la libertad, que significa decidir cuáles son los obstáculos que quiero superar, las vallas que pretendo saltar, las montañas que aspiro a coronar, en lugar de ver cómo son otros o la propia vida los que van construyendo mis metas mientras yo custodio con celo una libertad absoluta y sin límites que se atrofia por no usarse.


Y quiero vivir así sabiendo también que las vallas a veces acaban derribadas, que las rodillas se despellejan y sangran a veces, y que la libertad es levantarse, enjugarse las lágrimas y el sudor con la manga de la camiseta o con el brazo y seguir. Seguir por esa pista, por la que he elegido, confiada en que puedo aminorar la marcha, rectificar el rumbo, dudar, volver a caer. Todo, menos dejar el camino, saltar por la borda, escapar con la maleta repleta de esa otra libertad siempre en fuga; todo, menos volar hacia un paraíso en el que vivir de incógnito, donde nadie me reconozca, donde ya no sea yo.



lunes, 17 de agosto de 2009

Profesiones caprichosas

En las últimas semanas he sentido caprichosas tentaciones de cambiar de profesión. Lo primero que me tentó fue volverme mandriladora, que me sonó a algo así como domadora de monos. Apenas tuve tiempo de imaginarme con faldas de colores y pandereta en mi caravana de circo, porque casi de inmediato quien acababa de revelarme la existencia de esa rara profesión me dejó claro que no eran mandriles lo que debería domar, si bien confesó que no podía darme más dato sobre ese oficio que el de su semejanza con el de tornero. Luego supe que el animal que debería domeñar si me hacía mandriladora era una máquina del mismo nombre que, según parece, sirve para perforar y pulir piezas de metal, y la cosa perdió tres cuartas partes de interés.

Olvidada ya de la vida nómada que me prometía el circo, me resigné a ganarme el pan tan honradamente como hasta ahora y mantuve a raya el latente borbotear vocacional que nunca me abandona. Hace unos días, sin embargo, cuando leía el periódico con café y tostadas, me picó el gusano de volverme malherbolista, ocupación que, pese a sus innegables resonancias circenses, hizo brotar en mí una vocación tan alejada del espectáculo y casi tan pura e infantil como la que de niña se siente al querer ser misionera o médica de pobres. Me vi claramente de malherbolista, socorriendo almas y, sobre todo, cuerpos descarriados e intentando arrancarles ese mal que se les había metido dentro como la cizaña. Lo haría con cariño, con paciencia; hablando y, sobre todo, escuchando, me imaginaba ya, pero al acabar de leer aquel artículo intuí que, para ser malherbolista, debería estudiar por lo menos botánica o ingeniería agrónoma, y tuve la certeza de que mis pacientes habrían sido más aburridos y sin duda más callados de lo que mi vocación exigí
a.

Me agotó un poco el ejercicio, porque las vocaciones tienen mucho de sentimiento y en ocasiones los sentimientos, sobre todo si resultan carentes de objeto, extenúan. Quizá por eso hace un rato he empezado a sentir el capricho de volverme algo tan vulgar y corriente como columnista. Confieso, sin embargo, que este nuevo arranque no obedece a un afán de alejarme de lo exótico, sino que me ha brotado al leer en un libro que hojeaba que quien se dedica a esa pobre labor de arquitectura que constituye fabricar columnas es “un francotirador por su exclusiva cuenta y riesgo”. Todo lo contrario al deleznable asesino a sueldo, que mata sin pasión; en lugar de eso, un verdadero autónomo de la saeta que da y toma por principios. Y me estaba gustando la idea, lo confieso; me estaba gustando, sí, pese a mi declarado pacifismo…


Me estaba gustando al leer esa página, es cierto, pero es que todavía no había pasado la hoja y no había descubierto aún lo que de verdad quiero ser. Lo leí tres párrafos más adelante y entonces ya no dudé: lo que de verdad quiero ser es folletinista. La palabra, como si saltase desde el libro, se me representó delante de los ojos, flotando igual que una pompa de jabón, y después imaginé mis tarjetas de visita con ese nombre libresco bajo el mío, pero lo que en realidad me dejó ya sin habla y puso mi vocación al borde del KO fue conocer su definición precisa: “El folletinista procede de lo particular a lo general. De un hecho, en apariencia minúsculo, se saca una lección trascendente, de sentido humano. Por ello el folletinista ha de saber ver y reflejar lo que ve. El folletinista mira lo que los demás hombres miran, pero ve lo que la mayoría no supo ver”.

No sé en qué universidad se estudia eso ni si hay un novedoso ciclo formativo superior para aprender el arte de folletinear, pero, si lo hay, lo encontraré. Por mucho que cueste, lo haré.


Y, cuando lo encuentre, seré aprendiz de folletinista como otros lo son de mago.




Agradecimientos:
*A Iago, por tener una novia que tiene un padre que es mandrilador y también inventor
*A Prometeo, por explorador, descubridor y, en general, hombre-orquesta, y a Paco, por saber ver lo que otros no ven por mucho que miren, y por querer y saber contarlo
*A Fernando López Pan, por recoger en 70 columnistas de la prensa española esas definiciones tan evocadoras de la Enciclopedia del periodismo (1953) y de Apuntes de periodismo (1967)

martes, 28 de julio de 2009

Una línea telefónica argentina permite escuchar cuentos

Es la noticia más interesante que he encontrado hoy en la prensa, y una de las más breves:

Efe
BUENOS AIRES
Una línea telefónica de acceso gratuito permite acceder a narraciones de 30 cuentos infantiles mientras gran parte de Argentina mantiene suspendida la actividad educativa ante el avance de la gripe A. La iniciativa del Ministerio de Educación y el Plan de Lectura fue lanzada cuando las clases llevan suspendidas casi un mes. Hasta el próximo lunes, cuando reabrirán las escuelas, estará disponible una línea telefónica gratuita Cuentos: lecturas para escuchar.

A mí me gustaría llamar y poder escuchar algo así:

lunes, 20 de julio de 2009

Escribir de cabeza

Escribir de cabeza es, a veces, un ejercicio práctico y sumamente eficaz. El cerebro empieza a teclear, como conté el otro día que se puso a hacer el mío, y cuando te quieres dar cuenta tienes escritos un par de párrafos o tres que luego, al sentarte ante el ordenador, salen a borbotones. Es, digámoslo también, texto en bruto, que hay que pulir y abrillantar, pero en él está la esencia de lo que queremos contar, la sensación, sentimiento o emoción detonantes de ese hormigueo narrador que a veces se siente en la yema de los dedos.

Otras veces, sin embargo, escribir de cabeza se vuelve un ejercicio tozudo e impertinente; terco como un remordimiento. Empieza igual que el otro: tecleas con un par de neuronas, como otros hacen con dos dedos, y esperas a tener un rato para ponerlo en pantalla o en papel, pero si ese rato no llega o la emoción se diluye con el paso de los días y pierde su oportunidad, lo escrito se queda amarrado ahí, no sé bien dónde; se agazapa y espera que otra sensación, sentimiento o emoción lo avive, como las pulgas esperan, pasando de un humano a otro, encontrar un cuerpo de animal peludo y cálido donde crecer y hacerse fuertes de nuevo. Sé que escribir de cabeza es así a veces y, aunque me he tomado el trabajo de explicarlo y estar denunciándolo ahora, no me rebelo. Sé que no puedo.

Lo que yo dejé sin escribir pasó hace más o menos dos meses y, si no lo transcribí en este cuadernillo después de digitarlo de cabeza, fue un poco por dejadez y falta de tiempo y otro poco –bastante- por no tener que confesar un miedo nuevo, por no exponer con temeridad otro punto flaco de esta alma que se está volviendo tan sensiblera.

Hace un par de meses encontré una casa nueva: un piso muy grande, de techos altos y paredes recién pintadas, con cocina, baños y ventanas preparados para que alguien los estrenase, y donde Elsinha, Xosé y yo tendríamos todo el confort, la seguridad y el silencio que mi vieja casa nos venía escatimando en los últimos tiempos. Estaba tan contenta que ya me tardaba recibir las llaves nuevas; estaba tan ilusionada que, sin pereza y con toda eficacia, gestioné los cambios de suministro de luz, agua y teléfono, abrí una nueva cuenta bancaria y llamé aquí y allá para modificar mis datos postales, y todo en dos o tres días; estaba tan atareada, tan entusiasmada y tan feliz que cuando una tarde, días antes de hacer la mudanza, me senté en mi viejo salón de paredes desconchadas sólo tuve ganas de llorar y de no moverme más de allí.

Como si hubiese estado corriendo por un acantilado hacia un horizonte deslumbrante y hubiese clavado los pies justo al borde del terreno, justo antes de caer, frené aquella tarde mi alegría de avanzar y me aferré a esa tierra acogedora y sencilla que durante ocho años fue mi casa. Igual que una niña que estrecha a su pepona rechoncha y vieja mientras la tientan con una barbi, me acurruqué yo en el sofá y no quise dar un paso más, muerta de miedo. No quise cambiar nada sabiendo que, en ese momento, ya no había marcha atrás. Y vi tan claro mi miedo y me pareció tan infantil y, al mismo tiempo, tan dolorosamente vivo que tuve el impulso de contarlo y lo tecleé de cabeza, pero luego no me atreví y con los días se me fue olvidando…

Pero como decía, lo que se escribe de pensamiento se agarra a veces por dentro como una garrapata y, al final, no queda otra que soltarlo. Y lo suelto: a lo que tenía miedo entonces, como si fuese una niña chica, era a no volver a ser tan feliz como lo fui en esa casa, en mi casa vieja, ruidosa y llena de corrientes de aire llegadas del mar.

Y ahora que por fin lo he escrito, sólo me queda ajustar cuentas con el culpable, con el que ha venido a trastear y reavivar mis temores infantiles escribiendo, a su vez, esto:

“Si ellos forman parte de la casa o la casa forma parte de ellos es algo que a los niños les cuesta mucho distinguir. Después de quitarle a la perra, quitémosle la cocina, con su olor a comida rica para cenar. Y también el olor a ropa lavada, a lana secándose en el tendedero de madera. El olor a ceniza. A sopa calentándose al fuego. Quitémosle el viejo y cachazudo caballo que espera junto a la verja del prado. Las tareas que lo mantenían ocupado desde que volvía a casa del colegio hasta que se sentaban a cenar. La bruma del amanecer, el sonido de los cuervos chillando en las copas de los árboles.
Su ropa de faena sigue colgada de un clavo junto a la puerta de su habitación, pero nadie se la pone ni se la quita. Nadie duerme en su cama. Ni lee el ejemplar sin tapas de ‘Tom Swift y su máquina voladora’. Ya que estamos, quitémosle eso también.
Quitémosle la jarra y la palangana, ahora secas y polvorientas. El establo donde los gatos, sentados en fila, esperan con la boca muy abierta a que alguien les dé un chorro de leche recién ordeñada. Quitémosle la cuadra también, el olor a heno, polvo, pis de caballo y cuero viejo manchado de sudor, y ver la lluvia cayendo en los campos arados tras la puerta abierta. Si le quitamos todo eso, ¿qué le queda? Ante tamaña privación, ¿de qué sirve pedirle que siga siendo el niño de antes? Sería casi mejor que empezara una vida nueva convertido en un niño distinto”.

Adiós, hasta mañana,
William MAXWELL

martes, 9 de junio de 2009

Hermanos

Escribir sólo sirve para curarse del dolor. Para intentarlo. Lo digo ahora que me duele, pero podría suscribirlo mañana, que me seguirá doliendo, o dentro de un mes.
Hace dos horas que se ha muerto y en ese tiempo he hablado con ella, su hermana -mi madre-, he llorado por ella, por él, por mí; he llorado por todos nosotros, los que mañana nos reencontraremos un poco más altos, más gordos o más viejos que la última vez; he hablado, he llorado y he recordado mucho. Y, al final, mi cabeza ha empezado, sin querer, a escribir.
Ha empezado a teclear recuerdos de él, pero antes de eso ha comenzado a digitar datos: 57 años, cuarto de seis hermanos que llegaron a adultos, casado, dos hijas, trabajador del naval retirado, sindicalista, mili por la Marina, peleón en el bando de los que siempre pierden, tiernamente fanfarrón...
Me he acordado, con ese teclear imaginario, de la cara que le estaba robando año tras año a su padre, aunque ya nunca llegará a viejo como él llegó, y de lo que ayer, cuando fue capaz de llamar para avisarme de que su hermano se moría, me dijo mi madre: "Es que es una parte de mí". Como si tuviese que darme una razón para estar rota.
Esta noche ya no hacían falta explicaciones: "Ya lo achuché y estaba tranquilo. Ya está en la Gloria", creo que me dijo, ahogada.
Ella está ahora con los brazos llenos de vacío.
Yo, con mis teclas piadosas como cuentas, rezo esta noche para no tener que abrazar nunca un abismo igual.


lunes, 18 de mayo de 2009

Hablemos de Mario


Un lunes sin Benedetti es demasiado lunes. Tanto que no puedo escribir ahora, aunque necesitaría hacerlo. Ahora sólo puedo dejar copiado aquí un ejercicio que hice hace un par de años en un taller. Es mi homenaje.

Hablemos de Mario


Y lo llamo así –al señor Benedetti- porque él se toma también esas licencias y cuando escribe te trata de tú, aunque sea voseando. Benedetti apuesta por lo sencillo –que no simple- y para ello renuncia a florituras, a diccionarios y a vanidades. Su estilo es el de la frase clara, el del adjetivo sólo si es necesario y el de la descripción exigida por un narrar con el que quiere que todos lo entiendan. Y por eso muchos de sus textos responden a la plática espontánea de algún personaje o al fluir de un monólogo interior de lenguaje coloquial. La renuncia es grande –insufrible, seguro, para muchos escritores-, pero Benedetti parece que tiene clarísimo que para contar lo que quiere contar –esa tremenda carga de humanidad (buena y mala) que desborda sus escritos- lo mejor es hacerlo con eficacia, seleccionando con maestría la información y ordenándolo todo de la forma en apariencia más fácil. Y lo hace en prosa y en verso, en teatro y en novela...

Ésa es su letra, su buena y clara letra, pero también los personajes tienen similar perfil y además están todos ellos bien amarrados a la realidad, son pequeños héroes de lo más cotidiano. Muchos son clase media uruguaya, funcionarios a veces, que viven y sufren por las cosas más esenciales y menos sofisticadas: el amor, los rencores ocultos, el deber moral, la envidia, la muerte... Casi nunca se preocupa Benedetti de decirnos cómo son físicamente, pero poniéndolos a actuar y muchas veces a dudar traza de ellos un perfil psicológico y, sobre todo, ético cuyo poso permanece en ocasiones mucho más que una imagen, o que mil palabras de cualquier otra pluma. Son todos humanos de la cabeza a los pies e incluso los de verdad malos–y aquí merecen mención especial sus dos o tres torturadores, como el capitán de Pedro y el Capitán y el del cuento Escuchar a Mozart- conservan algo de la persona que un día fueron. Y siendo, quizá, uno de los trasfondos más recurrentes en sus cuentos, sorprende a veces que Benedetti se contenga tanto y que no se ensañe con los que se ensañan. Sería un error hacer eso, claro, pero resultaría también bastante humano. Lo que pesa, sin embargo, es ese escritor que ahorra al lector calificativos para lo incalificable y que no lo violenta con escenas que apenas pueden aportar algo a sus historias. La eficacia narrativa está por encima de esas denuncias amargas, que tienen más cabida en su poesía y en sus ensayos.

Y además de esa vida tan cotidiana, de esos personajes que viven sus grandes y pequeños dramas de oficina, de tren de cercanías, de tienducha de barrio; además de esa prosa libre de arabescos y de frases oscuras que pasma a veces por su sencillez; además de todo eso, Benedetti es un grandísimo contador de historias. Sus cuentos son, en la mayoría de los casos, técnicamente impecables. Sus frases iniciales sumergen al lector directamente en la historia y lo van guiando de la forma más natural -como un amigo que te conduce del brazo durante un paseo- a lo largo de una historia donde cada palabra que los personajes intercambian, cada acción o cada duda nunca son accesorias y encajan dentro del engranaje preciso del cuento; una historia en la que el significado definitivo se desvela casi siempre en la última línea. Y Benedetti entonces, con todos sus respetos, no dice nada más. Su eficacia le ahorra muchas palabras. Y lo mismo hace en La tregua, por ejemplo, que, a pesar de los errores que algunos le atribuyen, es una novela eficaz, de una sencillez conmovedora y tan humana que...

En fin, que don Mario me conmueve. Por si no se ha notado.

lunes, 11 de mayo de 2009

Santo trabajo

Me he dado cuenta esta tarde, gracias a un compañero de aquella época que lo vuelve a ser ahora, de que hoy hace justo diez años que empecé a trabajar. Un tercio de vida, dicho de prisa y sin exagerar. Al contarlo, una compañera me ha comentado con sorna que están muy bien esos diez años cotizados de 32 vividos, pero que seguramente ya no habrá pensiones cuando a mí me toque recoger mis frutos. Podría quejarme de eso, pero lo cierto es que hoy me da igual.

Lo único que quiero celebrar hoy es esa ingenua y fugitiva sensación de ser feliz trabajando, esa incertidumbre al pensar qué sería yo si no esto, esa resignación complaciente de quien no sabe hacer más...

...pero mañana no duden de que lo negaré todo y me quejaré otra vez de quien inventó el trabajo para poder comer.

domingo, 10 de mayo de 2009

La balanza que pesa lo que existe

Me acordé de aquella máxima periodística que dice que noticia no es que un perro muerda a un hombre, sino que un hombre muerda a un perro cuando el otro día, a principios de semana, leí en la contraportada del periódico -la segunda página más importante- que la camarera de un bar de Ourense había devuelto un bolso con casi mil euros que un cliente se había dejado olvidado en el local. Leí esa historia convertida en noticia y me preocupé.
Me he vuelto a acordar del hombre y del perro cuando esta mañana, con el periódico de nuevo en las manos, he descubierto en una página par, en la parte inferior y a dos columnas una historia que vi ayer en televisión: la de un hombre que persiguió en coche a su ex pareja, que chocó contra el vehículo de ella para detenerla, que la sacó arrastrada, la apuñaló en el cuello y dejó herido de gravedad a un motorista que acudió a socorrerla.
Pensando en una y otra noticia, me acordé de pasada del profesor Neira y de los centenares de páginas y minutos de televisión que se le han dedicado en los últimos meses y me ha venido a la cabeza también, sin remedio, una historia que leí a mediados de semana mientras iba a trabajar en autobús. La protagoniza un niño huérfano de mes y medio llamado Jean Joseph Loua y termina así:

"Al amanecer Vèronique ha venido a casa. Me ha dicho que Jean Joseph ha muerto hace dos horas, a las cinco de la madrugada, en sus brazos.
No hay mucho más, ella ha regresado a Gouecké a ocuparse de los otros diecisiete niños, yo me he sentado a escribirte y después saldré para el campo de refugiados. No sé por qué te lo he contado, una escena parecida sucede cada día en algún lugar del mundo, no explica nada, no pretende nada, sólo puede adensar tu tristeza, y eso no es bueno. Pero verás, en ningún sitio quedará registrado que Jean Joseph Loua nació, vivió y murió, no hay papeles que recojan su nombre ni padres que le lloren, nadie, apenas ha alterado la balanza que pesa lo que existe: por eso he querido que compartas conmigo la gloria de haber participado unas horas en su vida, el desconsuelo inmenso de no tenerle en la mañana".

Gonzalo Sánchez-Terán,
El silencio de Dios y otras metáforas
(Nota: también he visto esta semana en el
periódico que estos días ha estado por
aquí)

miércoles, 1 de abril de 2009

Niña y tierra

Lo que eres de niña sigue siendo tú toda la vida. Da igual que crezcas, que cambies, que madures, que vayas añadiendo capas a tu apariencia adulta. Lo que fuiste con ocho, con trece, con quince años sigue siendo tú, igual que el sustrato que afianza la raíz del árbol es puro árbol. Y da igual que las ramas se estiren verdes y luminosas para tocar el cielo y no reconozcan la tierra donde hunden sus pies; da igual que la que eres diga que no tiene miedo, que no sufre si la insultan en el cole y que no necesita que la quieran ya. Todo eso da igual: tierra y niña son para toda la vida.
Un día se lo oí contar a un actor cómico en una entrevista en televisión. Decía que de pequeño era gordito, con gafas, torpón... y que ahora, aunque se había convertido en un hombre delgado y bien parecido, su cerebro mantenía viva esa imagen de sí mismo y cuando oía hablar de gordos sentía que el comentario iba también con él.
Supe entonces que sus capas y las mías eran del mismo tipo y que lo único que nos iba a quedar a él y a mí sería proteger bien a esos pequeños nuestros; recibir los golpes y las pullas con nuestros escudos adultos sin dejar nunca que los dardos llegasen a alcanzar órganos vitales, y mucho menos el corazón.
Ahora sé también que esas capas -¡que nadie nos las quite, por favor!- son del todo imprescindibles porque ya no tenemos madres que nos salven siempre ni padres que con magia cotidiana borren cualquier problema; ya no tenemos cuartos donde encerrarnos y llorar, ni ángeles que vigilen en cada esquina de nuestra cama.
Sé todo eso -lo sé de veras-, pero a veces me pasa lo mismo que a mi amiga Amalia: que al mirarme al espejo algunas noches me encuentro, sin aviso previo, con los ojos oscuros y tristes de aquella niña y me miran tan fijo que nunca sé si los que se acaban humedeciendo son los suyos o los míos.
Al final, como mi amiga Amalia me dice que haga, siempre le sonrío.
O quizá es ella la que, al final, me sonríe a mí.

sábado, 28 de marzo de 2009

Un haiku de verdad

Este sí que es un haiku (de Benedetti); nada que ver con un ripio de Ballesteros:

Si me mareo
puede que esté borracho
de tu mirada.

(Sería muy efectivo en la barra de un bar, por cierto)

martes, 17 de marzo de 2009

Tiempo de escribir

Escribir un blog quita tiempo, pero de una forma extraña también lo da. El tiempo -el único tiempo válido, que es el subjetivo- sólo muestra su valor real a toro pasado, cuando se tiene plena conciencia de haberle extraído el jugo, de haber vivido.
Con un blog pasa un poco eso. Escribir un blog significa tener tiempo para pararse, haber podido pensar, haber echado un vistazo -aunque sea de corto alcance- atrás. Cuando los días pasan iguales, cuando transcurren objetivamente y no hay impulso de contar -una conversación en la charcutería, una frase bonita oída en el autobús, un chiste al menos- da miedo volver los ojos a ayer y no ver nada. No tener tiempo para teclear dos o tres frases es entonces una excusa salvadora para el no-vivir (no confundir con el sinvivir, que es un temblor del alma cien por cien vital), una razón poderosa para volver a aplazar... no se sabe muy bien qué.
Escribir un blog -escribir simplemente o sólo vivir- roba minutos, a veces una hora, dos, pero supone también dejar una marca en el nuevo trecho de camino ganado, hincar, como el escalador, otro anclaje que nos ayude a avanzar.

Da igual que al final, si llegamos arriba del todo en nuestro ascenso, el premio no sea más que observar, ya sin fuerzas, el vasto paisaje que hemos dejado atrás.
Y descansar.

jueves, 12 de marzo de 2009

En mejores vidas

No he hecho más que coger el libro y dejar que bajo la yema del pulgar se me deslicen hojas, de derecha a izquierda primero (no olvidéis que soy zurda) y de izquierda a derecha más tarde. Me ha bastado para atrapar el vuelo de dos citas y asumirlas como imperativos categóricos para cuando, pasadas dos o tres reencarnaciones de buen comportamiento, supere la categoría de periodista para alcanzar la superior de escritora (espero que después de esta última llegue por fin la de pájaro):

"Sí, en una ocasión le dije que uno debe ser indiferente cuando escribe historias patéticas. Pero usted no me ha comprendido. Puede llorar o gemir con un cuento, puede sufrir con sus personajes, pero considero que debe hacerlo de modo que el lector no se dé cuenta. Cuanto mayor sea su objetividad, más fuerte será la impresión. Eso es lo que quería decirle"

(29 de abril de 1892)


"Escriba una novela. Escríbala durante un año entero, luego acórtela durante medio año y después publíquela. Usted lima poco, y un escritor, más que escribir, debe bordar sobre el papel. Que el trabajo sea minucioso, elaborado"

(15 de febrero de 1895)


Antón P. CHÉJOV
a Lidia Avílova en Sin trama y sin final. 99 consejos para escritores (Alba Editorial)

lunes, 9 de marzo de 2009

Piel de cazón

Yo, que durante años he sido dura como la piel del cazón, me he abandonado hoy a una llorada vergonzante. Para quien no lo sepa, la piel de cazón por antonomasia era la de mi hermano mayor, al que el practicante de mi pueblo le hizo un zurcido cuando era niño justo debajo de la rodilla, donde no hay carne que amortigue, sin anestesia ni nada. Ni un triste trago de güisqui.
Yo antes era así -mucho antes de
hacerme buena-, como piel de cazón, que dicen que cuando seca sirve de lija. Lo era tanto que no solo no lloraba con una película y mucho menos con un libro, sino que secretamente -y en ocasiones sin ningún reparo- abominaba de esa sensiblería. Solo lloraba por mí y por las cosas que pasaban de verdad.
Desde hace unos años, desde que sé que las cosas que pasan de verdad no tiene por qué ser reales, lloro sin discriminar soportes: a veces con libros, otras con películas y, en señaladas ocasiones -puedo señalar certeramente la voz y la pieza- con música (eso no lo voy contando por ahí, que conste).
Ayer me tocó con una película, da igual cuál haya sido -y por eso digo que fue la del viejo feo que escupe y que se ganó a Nico- y me faltaron minutos de créditos para domar el llanto. Confieso aquí -espero que nadie me escuche- que hubiese necesitado no ya llorar, sino liberar un sollozo y hasta dos, que por dignidad irrenunciable me he traído a casa para utilizar en mejor ocasión.
Lloré, sí, y no sé muy bien para qué lo cuento. Nadie cuenta que llora en el cine por ver a un viejo arrugado que escupe. Nadie cuenta que llora. Y ahora ni sé por qué lo hago. Ni por qué he recordado la piel curtida y cosida de mi hermano. Ni tampoco por qué he recordado mi propia piel curtida, que a veces aún me hace tanta falta.

Quizá sólo es por el viejo. Porque el viejo que escupe tiene piel de cazón como yo.

miércoles, 25 de febrero de 2009

Sin nombre

Quiero llamarla
"mentirosa". Me sale
sólo "muerte".

martes, 24 de febrero de 2009

Brotes



Sueñan mis yemas
con ser fecundas igual
que las del árbol.

domingo, 22 de febrero de 2009

Una bruja de dos años

Hoy Lola ha cumplido dos años. Después de este tiempo, podemos afirmar que no es superdotada -teníamos ciertas dudas, como casi todos los padres, tíos y abuelos con respecto a sus hijos, sobrinos y nietos-, que tiene muy mala leche y que es preciosa.
Y que cumpla muchos más...

Propósito de domingo




Voy a ser buena:
solo haré maldades
sin que me vean.






(Ángel negro, de la diseñadora gráfica
Lu Franco, de Uruguay)

sábado, 21 de febrero de 2009

Chapuzón



Agua y cloro
que en azul ahogan
el azufre diario.

viernes, 20 de febrero de 2009

Tercerilla libre y dedicada



No preciso principios.
Para escribir
dadme, por Dios, finales.

jueves, 19 de febrero de 2009

Jugando a los haikus


Lágrima libre
desata el corpiño
del alma rota.

miércoles, 18 de febrero de 2009

De la guerra y los sueños

La noche pasada soñé con la guerra. Yo caminaba vestida de soldado por la calle de la Torre mientras la guerra sonaba a lo lejos -o eso creía-. Al poco tiempo, oí unos disparos más cerca, pero me parecieron de mentira, como los que salen en las películas o en los telediarios, y no hice caso. Los tiros resonaban cada vez más próximos, silbaban sin tocarme, y al girar la cabeza me di cuenta de que iban directos hacia mí y que eran dos soldados, con uniformes tan grises y raídos como el mío, los que me atacaban desde la otra acera. Corrí a protegerme bajo un coche aparcado a pocos metros, pero los soldados enseguida comenzaron a moverse tras de mí. Cuando, agachados, se pusieron a mi altura, yo rebuscaba entre la ropa mi arma -un revólver plateado de vaquero del Oeste- y al fin conseguí empuñarlo contra ellos. Apreté el gatillo una, dos, tres veces y no salía nada, aunque las balas que los soldados no habían cesado de disparar contra mí tampoco llegaban a alcanzarme. Probé a quitar el seguro, como se ve que hacen en las películas, pero ni así. No lograba disparar contra aquellos chicos y ellos no conseguían matarme; quizá ni siquiera querían hacerlo.
Al rato, cuando seguían silbando las balas y había perdido ya de vista a mis atacantes, aparecieron varios grupos más de soldados: todos sucios, grises y vencedores, aunque arrastrando los pies con desgana, como si les pesase su propia victoria. Yo intentaba ocultarme, porque me sabía enemiga aunque todos llevábamos la misma ropa triste y rota del ejército de los pobres. Pero enseguida pensé que si salía con los brazos en alto no intentarían matarme, sino que me harían prisionera, como establecen las leyes de la guerra que rigen en las películas.
Preparando mi rendición y oliendo todavía a pólvora y a escombros de ciudad andaba yo cuando sonó el despertador. Y estaba tan derrotada, tan rendida ya, tan muerta sin tiros, que quise quedarme en mi guerra. Quise quedarme allí, sin dejar escapar aquel sueño, como si esa guerra fuese tan lejana y segura como la de las películas.
Como si doliese tan poco como la de los telediarios.
Como si importase tan poco como la que los telediarios ya ni siquiera dan.

domingo, 15 de febrero de 2009

Felicidad

Marian y Moha, ayer en un bar de A Coruña.

domingo, 8 de febrero de 2009

Valentías

María Antonia Iglesias no me cae tan bien como Ramón Trecet, pero reconozco en ella la misma valentía y pasión por lo que hace que en él. Ayer por la noche la vi un rato en La Noria, de Telecinco, donde dijo una cosa que a mí me enseñaron hace años y con la que ella respondió a quien la acusaba de no ser objetiva. "La objetividad no existe -le contestó a la colega que la había interrogado y que entonces la miraba sin entender-; se puede ser honrado, honesto, pero ser objetivo es imposible". La otra siguió mirándola turulata, como si hubiese oído una excentricidad más de María Antonia.
Después de otras cuantas preguntas y respuestas y de que el presentador hubiese dado paso a los momentos más tensos protagonizados por la entrevistada y otros contertulios del programa, María Antonia Iglesias aún se atrevió a echar de menos el sonrojante enfrentamiento con Miguel Ángel Rodríguez. El video, que ya estaba preparado, volvió a traer a escena en unos segundos el momento en el que la veterana periodista llamó machista y cabrón a Rodríguez cuando éste le preguntó en plena discusión si no se había tomado la pastilla. "Me arrepiento muchísimo", confesó ayer Iglesias -y cito de memoria-, si bien recordó para regocijo del público que Rodríguez amenazó con irse si no retiraba lo de cabrón, pero nada dijo de lo de machista. "Y eso que se lo llamé tres veces", añadió. Y también dijo que tuvo la ocasión de reconciliarse con Rodríguez, de quien fue capaz de reconocer la gallardía con la que había actuado al defender la honradez de la clase política -también de la socialista- ante un chorizo como Luis Roldán. "Para meterse con el PSOE ya estoy yo", recordó María Antonia que bromeó Rodríguez cuando ya, entre bambalinas, sellaron la paz con dos besos.
María Antonia Iglesias se refirió también a la querella que presentó contra Luis del Olmo cuando en una tertulia la llamó "rata sectaria del guerrismo". "Lo de sectaria, vale; lo de guerrista, falso porque todo el mundo sabía que yo soy felipista; pero lo de rata...". Se querelló y se arrepintió de haberlo hecho. "Hice el memo", dijo mientras recordaba el argumento de la juez, que la consideró un personaje público expuesto a la crítica. Pero el tiempo la acabó poniendo cara a cara con Del Olmo, quien tuvo que entrevistarla durante la promoción de un libro sobre los socialistas escrito por ella. "Me hizo una entrevista muy bonita y fue tremendamente generoso conmigo", reconoció María Antonia Iglesias y contó que desde entonces son grandes amigos.
Ella, tan socialista, tan felipista y tan radical tantas veces, recordó que entre esos amigos está también Manuel Fraga y otros muchos del PP y, pasada ya la entrevista, cuando en el debate hablaban del Opus Dei, se confesó de nuevo católica y defendió a Pilar Urbano, con la que más de una vez ha ido a misa, según la he oído decir.
No sé si prefiero a los rojos, los azules o los amarillos; si a los creyentes, los agnósticos o los ateos; si a los federalistas, centralistas o nacionalistas.
Lo único que sé es que, de entre todos ellos, me quedo con los valientes.

viernes, 6 de febrero de 2009

Enredada

El otro día entré en una red social y me quedé atrapada como en la de una araña. Convencida de que aquello no servía para nada, me vi curioseando de unos amigos a otros, de los amigos de mis amigos a los amigos de sus amigos, de éstos a los de más allá y, cuando quise darme cuenta, había perdido muchísimo tiempo y sentía esa vaharada de abatimiento que me arruina el ánimo cuando despilfarro una tarde yendo y viniendo de una tienda a otra o cuando, sin ganas de ver la televisión, se me esfuman horas de sueño haciendo zapping.
Sin embargo, me sorprendió hasta asustarme la facilidad con la que todo el mundo se entera de que has asomado la patita por ahí y lo adictivo que es buscar nombres para encontrar personas. Y, poco a poco, entre la curiosidad y la sorpresa, toda esa maraña virtual comenzó a volverse reveladora.
Resultó, por ejemplo, que porque busqué a Paula me encontró Manu (pasando antes -¡claro!- por Paco, María y Ramón) y gracias a Manu me reconcilié con la que fui hace una década, la última vez que él y yo nos vimos. El recuerdo incómodo que tengo de mí misma en aquel tiempo (con esa timidez que desde fuera me hacía parecer altiva, distante y hasta insolente y que no me ha abandonado del todo) se quedó boquiabierto y desarmado ante el recuerdo que Manu me devolvió. "Me has dado la alegría del día", fue lo que escribió primero y, tras resumirme su vida en un par de párrafos, me contó una mentira maravillosa: "Durante todos estos años me he acordado mucho de ti, porque eras de lo mejorcito de la Facultad". Manu y yo sólo fuimos compañeros, muy buenos compañeros al final, así que ningún otro sentimiento más que la camaradería y la amistad ha podido cincelar su recuerdo. Y por eso, aunque nunca he sido "lo mejorcito" de nada en ningún sentido -y menos en una promoción como la mía-, no hubiese cambiado el serlo por que Manu me recuerde así, él sabrá por qué.

Y en esa maraña virtual resultó también que porque busqué a Cecilia encontré a Cecilia. Y eso sí que son palabras mayores, palabras mayúsculas...
...aunque confieso que dudé un segundo antes de encontrarla, como si, al cruzármela por la calle, hubiese querido cambiar de acera. Pero al ver su foto y al ver a aquel niño pequeño en sus brazos sentí una emoción extraña que llegaba desde muy lejos. A Cecilia dejé de verla más o menos en la misma época que a Manu, cuando acabé de estudiar, pero ella es la que mejor podría contar lo que fui desde que tenía 13 años hasta casi cuando nos separamos, ocho años después. Y sé que es así porque también sé que quién mejor podría explicar de dónde viene esa mujer de 32 años que en la foto sostiene a su hijo de seis meses, quién más imágenes guarda de lo que durante muchos años fue soy yo. Cada una de nosotras como un cofre que custodia una parte preciosa -por preciada- de la otra.
Lo nuestro se acabó sin estridencias, como si fuésemos una pareja que se da cuenta de que vive ya sin amor, y cuando nuestros caminos se bifurcaron, los seguimos -creo yo- sin nostalgias.
Recuperar las coordenadas del cofre de mi adolescencia y saber que quizá pueda volver a curiosear dentro ha hecho -no querría explicar por qué- que mis coordenadas de hoy sean mucho más nítidas y que sienta las plantas de mis pies mejor asentadas sobre esta tierra.

Pero también ha hecho que se me instale dentro el desasosiego de pensar que aunque mi vida la seguiré haciendo yo, quienes la irán escribiendo serán aquellos que me recuerden.

lunes, 26 de enero de 2009

Un botón de muestra

Una semana después del cuestionario a Trecet, entrevistan en la misma sección del Magazine de El Mundo al secretario general de los socialistas madrileños, Tomás López. Se repite la pregunta:
-"¿Cuál es su mayor defecto?"
Y el tipo ¿qué responde?
-"Soy perfeccionista en exceso".
Paciencia, Señor...

domingo, 18 de enero de 2009

Ramón 13T

Me gusta Ramón Trecet. Tengo su voz grabada desde que era niña con la etiqueta de Baloncesto colgada, a pesar de que nunca he seguido ese deporte. Unos cuantos años después, reencontré la voz de Ramón Trecet cuando estudiaba en Pamplona. A la hora de comer poníamos Radio 3 y ahí estaba él con sus descubrimientos musicales y su Diálogos 3, que ha mantenido en antena durante 34 años.
Todo esto viene porque hoy lo entrevistan en el mismo suplemento dominical en el que Soraya Sáenz de Santamaría muestra su sonrojante candidez para regocijo de Pedro J. Ramírez. Si la portavoz parlamentaria del PP aparece entre gasas, abandonada a la confidencia, en el suelo de una lujosa suite de un lujoso hotel de Madrid, Trecet asoma en la antepenúltima página del Magazine de El Mundo por un ventanuco y estruja en cada mano un zapato de estilo más bien ramplón mientras dice alguna que otra cosa inaudita y unas cuantas divertidas.
Inaudito es hoy que a alguien le hagan la tan manida y, en ocasiones, todavía eficaz pregunta de "¿Cuál es su mayor defecto?" y que ese alguien responda precisamente citando un defecto -ya no digo ni el mayor ni el peor-. Cuando lo habitual es que el entrevistado se confiese perfeccionista en exceso o demasiado trabajador -¡tremendos pecados!-, Trecet reconoce: "Soy extraordinariamente orgulloso y prepotente". ¡Bravo!... pese a todo.
Él, que debe de conocer tantas canciones, dice que la suya es Ne me quitte pas, de Jacques Brel; su película, El tercer hombre, de Carol Reed; y su libro, El Manantial de Ayn Rand. Y cuando le preguntan qué le hace reír, dice algo tan cómico como esto: "Juan Cruz [periodista de El País]. Hay entrevistadores que quieren quedar tan de puta madre que retocan sus propias preguntas".
Si no hubiese sido periodista, asegura que lo suyo sería trabajar de conserje. "Tienes mucho tiempo para pensar en todo... menos en ti mismo". Y cuando le piden que describa su domingo ideal, responde algo que yo podría parafrasear: "Frente al ordenador, escribiendo mi blog en Marca: 13t". Me gusta, sí.

domingo, 4 de enero de 2009

Vida nueva

A Moha, que es musulmán, le llegó la Navidad adelantada. Hace unas semanas se presentó en el periódico donde yo trabajaba y le preguntó por mí a la chica de la centralita:
-¿María?- le interrogó ella mientras, seguramente, comenzaba a registrar sin reparo los detalles de la enorme planta de Moha y de la impresionante belleza de la chica que lo acompañaba- ¿Qué María?
-María la periodista- precisó él.
-Pero es que aquí hay muchas Marías periodistas...- apostilló ella, que se ufana de estar muy bien informada, como si en lugar de telefonista fuera portera.
Como en un juego de pistas, Moha aventuró un dato más.
-Su novio también es periodista y trabaja aquí.
-¿Y cómo se llama?- continuó ella, que quizá entonces se había fijado ya en la piel fina de la chica, en sus uñas tan bien arregladas y en su vestir europeo.
-Se llama... Se llama... jefe- respondió Moha, y seguro que lo hizo ya con su sonrisa grande, consciente de lo difícil que se estaba volviendo una búsqueda que le había parecido tan sencilla.
Al poco de que la chica de centralita hiciese una llamada a una extensión interna, apareció en el vestíbulo del periódico una periodista con una libreta y un bolígrafo, de nombre Marta en lugar de María, pero también con novio periodista y jefe en ese medio.
-Ésta no es- parece que sentenció Moha.
Le hicieron falta tres pistas más -alto, con barba y gafas- para que la telefonista nos acabase de poner cara.
-¡Ah...!- concluyó por fin ella, y en unos segundos le aclaró que yo ya no trabajaba allí y que el novio periodista no se encontraba.
A cambio de esta información, Moha tuvo que contarle lo que pretendía contarme a mí: que no venía a darme ninguna noticia, sino a presentarme a aquella alta, preciosa y jovencísima mujer, a su mujer, a la que ni siquiera había podido ver el día de su boda -por poderes- y a la que llevaba meses intentando traerse a España. A mí, por teléfono, acabó de contarme el resto: que estaba recién llegada de Senegal vía Lisboa, que se quedaría de vacaciones y que él era feliz. "Hacían una pareja...", me resumió días después la telefonista, mordiéndose el labio admirada, tras contarme con todo detalle la escena.

La siguiente vez que vi a Moha tenía la mirada brillante, húmeda por momentos. Me contó que Mariam ya se había ido, que había arreglado papeles aquí para poder regresar con un trabajo, pero que no sabía cuándo podría ser eso. Le recordé la última conversación que habíamos tenido meses atrás, cuando la llegada de Mariam parecía casi imposible y cuando él, para no hundirse, repetía las palabras que su padre le decía por teléfono: "Moha, tú eres fuerte, tú eres un león".
-¿No ves como todo se va arreglando?
-Sí, poco a poco...- me dio la razón, y ese día siguió contándome cosas mientras jugaba con un mechón de mi pelo entre sus dedos, cariñoso como un niño pequeño, saudoso como un enamorado.

El día 31 de diciembre Moha cumplió años, pero su regalo debió de llegarle tres días antes. Mariam tenía previsto aterrizar en Peinador el domingo 28 por la noche. Para quedarse. Moha me contó que trabajará en Ourense, donde él tiene una familia autóctona que lo ha adoptado de corazón; me dijo que él ya planea pasarse allí los días que en A Coruña hay menos trabajo. Moha me contó también, con sus palabras claras y esenciales, hechas de agua y pan, lo mucho que la quiere, lo mucho que ella lo quiere a él. Me contó sus planes, su historia, sus torturas...
Y otras cosas de su amor que aquí no se pueden contar.