lunes, 26 de octubre de 2009

La salvación del lunes




Día menguado
trae el otoño. También

naranjas nuevas.

martes, 20 de octubre de 2009

El ritmo de las palabras


De Domingo Villar, un escritor vigués autor de dos novelas superventas que han sido traducidas a una decena de idiomas, no he leído más que una entrevista. Fue en julio y desde entonces me ha quedado en la recámara alguna cosa que decía y, sobre todo, algunas que escribió de él Sandra Faginas, quien lo entrevistó entonces.

Me gustó que sus amigos no tengan nada que ver con los círculos literarios; que considere escribir como un oficio para humildes, “un trabajo de resistencia titánica y de duda constante”, según resume la entrevistadora; y me gustó también que su obsesión sea la historia, entretener emocionando. Pero lo que de verdad me ha hecho volver a la entrevista después de casi tres meses es la referencia a su método para auscultar el ritmo del texto: “Unha das súas teimas é ler en voz alta os parágrafos da novela para notar ese bo facer dun xeito intuitivo”. Y sólo por eso tendré que leerlo.

Pero mientras tanto, yo, que no escribo y no tengo, por consiguiente, nada propio a lo que medirle el ritmo, no dejo de entrenar el oído. Ahora, que no le hago más que trampas al sueño, leo en voz alta por las noches el Microcosmos de Claudio Magris, y si me ejercito así no es sólo para evitar que se me desplomen los párpados (nadie se duerme mientras habla) ni tampoco porque la prosa de Magris parezca estar hecha para cantarle al oído mientras los ojos, cerrados, imaginan. Es por eso, pero no sólo por eso.

Si leo en voz alta ahora es por el placer de escuchar qué claro y qué bien sé leer. Y este buen leer que he ido cultivando libro a libro ha sido posible a pesar de que de niña, en el colegio, en lugar de dejarme disfrutar de las palabras, me las cronometraban. Con diez u once años, mi profesora de Lengua estableció la marca de cien palabras por minuto y, en aquellas absurdas competiciones que se daban en la hora de lectura, los torpes como yo leíamos algunas palabras y otras nos las zampábamos para quedarnos, aun así, a las puertas de la centena. Lo que más recuerdo del libro de lectura de aquel año, que se llamaba Alféizar, no son las historietas que reunía, sino los puntitos que iban salpicando el texto para medir las noventa o cien palabras que leía cada alumno, mientras algún otro que tenía reloj digital (la labor de cronometrador estaba muy disputada) vigilaba el paso de los segundos. Yo tenía un reloj digital que me habían regalado en la comunión y con él, además de aspirar al puesto de cronometradora, me encerraba en el cuarto de baño grande de mi casa, que tenía una ventana alta donde entraba todo el sol del día, y leía sesenta segundos de historias mutiladas y sin sentido.

Entonces, con diez u once años, añoraba cuando tenía siete u ocho y otra profesora -joven, divertida, sonriente, mi profesora preferida para siempre jamás- nos hacía leer de otra manera. Ella fue quien nos montó una biblioteca en uno de los armarios empotrados del fondo del aula, de donde los viernes por la tarde podíamos coger libros y llevárnoslos a casa. Para meternos el gusanillo, ella nos leía en clase unas cuantas páginas de alguno de los libros y aquello sí que era saber leer. Parecíamos bobos y mudos cuando, sentada sobre su mesa, con sus vaqueros y sus jerseys de colores, nos leía, por ejemplo, La isla del Tesoro, esa aventura que yo luego buscaba en el libro y me resultaba, sin su voz, del todo insulsa. Por eso estaba convencida de que esas historias increíbles sólo estaban en su boca.

Supongo que fue a esa edad (y salvando el paréntesis del cronómetro) cuando empecé a rastrear con el oído ese ritmo que Domingo Villar persigue hoy en sus párrafos y Claudio Magris escribe en la partitura de sus textos.

Supongo que por eso me gusta ahora escucharme leer alto y claro, como de niña nos leía ella.

Y por el mismo motivo, supongo, leeré ahora lo escrito para saber qué tal suena.


viernes, 9 de octubre de 2009

El nombre de las cosas

El otro día leí los resultados de una investigación que no me sonaba a nueva. Decía que las vacas que tenían nombre daban más leche que aquellas que sus dueños no habían bautizado y, si bien podía ocurrírseme pensar en ese momento en las Marelas, Cucas y Fermosas que habitan los productivos establos gallegos o en que los que tratan al ganado por su nombre deberían tener mayor cuota láctea, de quien me acordé entonces no fue de una vaca ni de un ganadero, sino del director del primer periódico en el que trabajé.
Era yo entonces muy joven, muy inexperta y rebosaba productividad; era él ya mayor, veteranísimo y parecía vivir ajeno a aquel ritmo laboral que a nosotros nos tenía deslomados y, a veces, hasta insomnes.
En contra de lo que alguien pudiera estarse ya imaginando, él era de los que llamaba a las personas por su nombre. Él, que veía nuestras firmas un día tras otro en su periódico; él, que parecía saberlo todo, pese a salir muy poco de su despacho; él cruzaba algunas mañanas la pequeña redacción y, en tono seco pero muy correcto, decía para que los tres o cuatro que estábamos allí lo oyésemos muy claro:
-Buenos días, Bea.
Y mi jefa, que era todavía más productiva que nosotros y se marchaba a veces pasada la medianoche, respondía también seca y correcta:
-Buenos días.
Y el resto de las reses de aquel establo nos sentíamos eso: ganado.


jueves, 1 de octubre de 2009

La casa de Ramiro


La casa de Ramiro era en realidad dos casas. Mejor dicho: la casa de Ramiro era una sola casa, pero hecha de dos viviendas. Y ni siquiera eran dos viviendas pegadas, una encima de la otra o una al lado de la otra. Las dos viviendas estaban, más o menos, una frente a la otra en dos de los laterales de un patio de colegio de geometría irregular. Como el padre de Ramiro era profesor y además director del colegio tenía derecho a una de las viviendas del grupo escolar, pero como con los años acabó teniendo cinco hijas y un hijo le asignaron otra vivenda en el mismo patio, a quince metros o así de la primera, que se fue convirtiendo con el tiempo en una sala de estudio para las hermanas mayores de Ramiro, un desván donde guardar los trastos de la familia y un espacio íntimo y restringido donde a Ramiro y a mí nos dejaban colarnos algunas veces; otras, lo tomábamos por nuestra cuenta: saltábamos un pequeño muro en la fachada de la casa y accedíamos al interior desde el patio trasero, donde un enorme árbol de fronda verde oscura (nunca he sabido llamar a los árboles por su nombre) lo cubría todo de sombra.

Entrar allí era excitante, pero ni siquiera imprescindible para nosotros dos. Entrar allí suponía extender unos dominios ya de por sí ilimitados porque, debido a la particular situación familiar de Ramiro, todos los espacios a los que puede aspirar un niño antes de cumplir los diez años estaban a nuestro alcance. Cuando a las doce del mediodía salíamos Ramiro y yo del colegio, su padre, viudo desde que nosotros teníamos más o menos seis años, seguía con sus tareas de director; sus cuatro hermanas mayores estaban en el instituto e incluso alguna en la Universidad; y su hermana pequeña, a la que llevábamos tres años o así... Pues su hermana pequeña... no sabría decir con certeza qué hacía; debía de estar en el mismo estado de libertad apenas vigilada con la que nosotros vagábamos por nuestro pequeño mundo.

En casa de Ramiro había siempre cierto caos que acentuaba aún más aquella sensación de libertad infantil sin límite. En su cocina, el fregadero estaba siempre lleno de loza, a veces sucia, y también el lavavajillas, imprescindible para ellos y que a mi casa no llegó hasta unos cuantos lustros después. A causa de ese desorden, cada vez que yo pedía allí un vaso de agua lo bebía con cierto escrúpulo, porque nunca era capaz de sacarme de la nariz aquella mezcla de olor a Mistol y a suciedad reseca. En contrapartida, en aquella casa podías subirte al brazo de un sofá para alcanzar un álbum de cromos guardado en lo más alto de un mueble y podías curiosear en los armarios y podías hacer experimentos y potingues en el patio trasero sin temer que una mirada adulta te reprendiese. Y podías hacer todo eso durante unas cuantas horas al día.


Durante otras tantas, Ramiro y yo teníamos para nosotros solos un colegio y un patio que, en horario escolar, debíamos compartir con trescientos o cuatrocientos niños más. Cuando por las tardes las aulas se vaciaban y alumnos y profesores se iban a sus casas, nosotros le dábamos un nuevo sentido a aquel espacio: escribíamos y dibujábamos en el encerado sin pedir permiso a nadie, entrábamos en la sala de profesores, nos paseábamos por los despachos del director y del jefe de estudios y metíamos la nariz en todo aquello que no estaba cerrado con llave. Recuerdo que en aquellas salas manejé por primera vez una máquina de escribir y, tras la emoción inicial ante aquella tarea que intuía ya apasionante, descubrí lo difícil que era pulsar las teclas y lo aburrido que resultaba escribir con dos dedos sin saber dónde estaban las letras y, lo que es peor, sin tener nada que contar.


Y alguna tarde, cuando el profesor de gimnasia -ese que daba clase con camisa y pantalón de tergal- se olvidaba de guardar los aparatos en el almacén, saltábamos en las colchonetas, intentábamos sin éxito ascender por aquella cuerda imposible que pendía del techo o nos colgábamos de las anillas sin saber sacarle más partido que el de balancearnos apenas unos segundos como dos pesos muertos.


Esos juegos extraordinarios llenaban nuestro día a día y por eso, supongo, algunas veces ni la primera casa ni el colegio entero ni el patio eran bastante para nuestras inquietudes de niños. Y entonces nos íbamos a la casa de allá.


Aquella casa, como la primera, tenía dos plantas -con cocina, salón y despensa abajo, y baño y tres dormitorios arriba-, y lo más vívido que recuerdo no es aquella llave de la entrada principal que intentábamos agenciarnos con tan poco éxito, ni aquella vieja silla que poníamos contra el muro para poder saltar, ni los hierbajos altos que crecían bajo el árbol del patio trasero ni los muebles escasos y las paredes casi desnudas. Lo que ahora me asalta sin que apenas alcance a definirlo, ni tan siquiera a explicarme, son las ganas de estar allí que sentía entonces; ganas de estar allí que no tenían que ver con el bienestar ni la protección, sino más bien con esa intuición de independencia y de libertad adulta que parecían exudar aquellos muros.


Quizá sea porque guardo dos detalles que entonces actuaban como puentes levadizos entre nuestra niñez y el mundo: uno era un puzzle de miles de piezas, casi todas azules y blancas, de las que una de las hermanas de Ramiro estaba haciendo emerger un enorme barco velero, y que teníamos prohibido tocar a riesgo de perder la vida. El otro recuerdo son las cartas; unas cuantas cartas de amor dirigidas a otra de las hermanas de Ramiro que nosotros, tan niños, leíamos con el mismo respeto y extrañeza que nos provocaría un jeroglífico, pero que en lugar de símbolos egipcios tenían pegados pétalos de rosa.


Pero quizá la explicación última de esa sensación escurridiza es que, muy al contrario que Peter Pan y que mi hermano Óscar, yo siempre quise hacerme mayor y allí, en aquella casa, podía soñar con crecer.