martes, 30 de septiembre de 2008

Cielos y estrellas

Llevo años diciendo que en esta ciudad no hay estrellas. Lo digo porque es verdad y también por provocar. Pero ahora resulta que sí, que las hay, y que, además de las que me he encontrado un puñado de veces en el cielo húmedo y espumoso que es la arena del Orzán, hay estrellas ocultas y, al mismo tiempo, encantadas de que alguien las descubra y se atreva a nombrarlas, como a las de arriba. Son estrellas discretas, escasas como la cuarta hoja de un trébol y portadoras de la misma suerte, pero que a veces se animan a despuntar en lo más cotidiano. Es todo cuestión de tiempo, de remolonear, de regalarse una tregua, como se escribía a sí mismo Gómez de la Serna... pero de esas cosas hablaré mañana.

(P.D. Ésta es la constelación de las Estrellas Tomateras y la he descubierto yo)

sábado, 6 de septiembre de 2008

Dignidad (sin foto)

No tengo foto, pero sí imagen. La cuento. Fue hace unos días, en el súper. Estaba en la cola, con dos o tres personas delante, y esperaba medio distraída. Le tocaba el turno a una señora de cincuenta y tantos años con un niño rubio que no tendría más de cuatro y que debía de ser su nieto. El chaval le estaba contando que había resbalado en el suelo pulido del local, con esa manera peliculera de contar que tienen los niños a esa edad, cuando la cajera llamó su atención. "Mira el perrito", le dijo señalando a un cachorro dorado de orejas caídas que asomaba de un carro de la compra azul, en el que había también alguna ropa. El carro estaba a apenas dos metros, al lado de las taquillas y a poca más distancia de la puerta acristalada de la calle. El niño se estiró para mirar, descubrió al animal, que tenía medio cuerpo fuera y observaba extrañado a un lado y a otro, y enseguida se desentendió de él y siguió intentando explicarse.
Entonces yo ya había puesto toda mi atención en la cola y me di cuenta, un tanto sorprendida, de que me sonaba la pinta del cliente que tenía justo delante. Era bajito, poquita cosa, de pelo necesitado de lavar, cortar y peinar. Fue eso, el pelo, y la camisa gruesa de manga larga los que me sugirieron su cara, la del chico de la calle Real que, según dicen, estafaba a las almas caritativas pidiendo dinero para sacar a su perra de la perrera. Era él, sí, comprobé al verle el perfil sucio, los rasgos como pintados con tres o cuatro trazos de carboncillo.
Yo, que me divierto imaginando el tipo de gente que tengo delante en la cola según la compra que hace -si lleva pan y platos precocinados, si elige omega 3 y leche con fibra, si compra fruta o zumos en botella...-, lo tuve claro antes de ver la suya: lata de cerveza o brik de vino tinto. Me equivoqué, claro. Lo que puso encima del mostrador fue una caja de cartón con helados. Esos de bombón, con palo, de marca Leader Price. Los más baratos.
-Uno con cero ocho- le dijo la cajera tras pasar el código de barras por el lector, pero él ya tenía el dinero contado en la mano. Un montoncito de monedas de diez céntimos y unas cuantas más de las de cobre apresadas entre dos dedos.
No sé por qué, pero seguí atenta la cuenta de la cajera por si hacía falta poner alguna moneda más. Y cuando la mujer acabó de contar, pensé que había acertado al tener preparada la cartera.
-Faltan ocho céntimos, pero ya me los darás la próxima vez- dijo la cajera como si ella también se lo esperase.
Las dos nos equivocamos. El chico echó enseguida la mano al bolsillo y sacó unas cuantas monedas pequeñas más.
-No, no. Si tengo. Pensé que había contado bien- se disculpó mientras le entregaba los ocho céntimos.
Cuando la cajera comenzó a pasar mi compra por el lector, seguí con la vista al chico hasta que se detuvo junto al carro de la compra azul donde asomaba el cachorro y comenzó a acariciarle la cabeza. Al momento me di cuenta de que era su carro. Y su perro.
No sé explicar por qué, pero me alegré. Me alegré de eso y de haberme equivocado. Dos veces.