Hablemos de Mario
Y lo llamo así –al señor Benedetti- porque él se toma también esas licencias y cuando escribe te trata de tú, aunque sea voseando. Benedetti apuesta por lo sencillo –que no simple- y para ello renuncia a florituras, a diccionarios y a vanidades. Su estilo es el de la frase clara, el del adjetivo sólo si es necesario y el de la descripción exigida por un narrar con el que quiere que todos lo entiendan. Y por eso muchos de sus textos responden a la plática espontánea de algún personaje o al fluir de un monólogo interior de lenguaje coloquial. La renuncia es grande –insufrible, seguro, para muchos escritores-, pero Benedetti parece que tiene clarísimo que para contar lo que quiere contar –esa tremenda carga de humanidad (buena y mala) que desborda sus escritos- lo mejor es hacerlo con eficacia, seleccionando con maestría la información y ordenándolo todo de la forma en apariencia más fácil. Y lo hace en prosa y en verso, en teatro y en novela...
Ésa es su letra, su buena y clara letra, pero también los personajes tienen similar perfil y además están todos ellos bien amarrados a la realidad, son pequeños héroes de lo más cotidiano. Muchos son clase media uruguaya, funcionarios a veces, que viven y sufren por las cosas más esenciales y menos sofisticadas: el amor, los rencores ocultos, el deber moral, la envidia, la muerte... Casi nunca se preocupa Benedetti de decirnos cómo son físicamente, pero poniéndolos a actuar y muchas veces a dudar traza de ellos un perfil psicológico y, sobre todo, ético cuyo poso permanece en ocasiones mucho más que una imagen, o que mil palabras de cualquier otra pluma. Son todos humanos de la cabeza a los pies e incluso los de verdad malos–y aquí merecen mención especial sus dos o tres torturadores, como el capitán de Pedro y el Capitán y el del cuento Escuchar a Mozart- conservan algo de la persona que un día fueron. Y siendo, quizá, uno de los trasfondos más recurrentes en sus cuentos, sorprende a veces que Benedetti se contenga tanto y que no se ensañe con los que se ensañan. Sería un error hacer eso, claro, pero resultaría también bastante humano. Lo que pesa, sin embargo, es ese escritor que ahorra al lector calificativos para lo incalificable y que no lo violenta con escenas que apenas pueden aportar algo a sus historias. La eficacia narrativa está por encima de esas denuncias amargas, que tienen más cabida en su poesía y en sus ensayos.
Y además de esa vida tan cotidiana, de esos personajes que viven sus grandes y pequeños dramas de oficina, de tren de cercanías, de tienducha de barrio; además de esa prosa libre de arabescos y de frases oscuras que pasma a veces por su sencillez; además de todo eso, Benedetti es un grandísimo contador de historias. Sus cuentos son, en la mayoría de los casos, técnicamente impecables. Sus frases iniciales sumergen al lector directamente en la historia y lo van guiando de la forma más natural -como un amigo que te conduce del brazo durante un paseo- a lo largo de una historia donde cada palabra que los personajes intercambian, cada acción o cada duda nunca son accesorias y encajan dentro del engranaje preciso del cuento; una historia en la que el significado definitivo se desvela casi siempre en la última línea. Y Benedetti entonces, con todos sus respetos, no dice nada más. Su eficacia le ahorra muchas palabras. Y lo mismo hace en La tregua, por ejemplo, que, a pesar de los errores que algunos le atribuyen, es una novela eficaz, de una sencillez conmovedora y tan humana que...
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