lunes, 20 de julio de 2009

Escribir de cabeza

Escribir de cabeza es, a veces, un ejercicio práctico y sumamente eficaz. El cerebro empieza a teclear, como conté el otro día que se puso a hacer el mío, y cuando te quieres dar cuenta tienes escritos un par de párrafos o tres que luego, al sentarte ante el ordenador, salen a borbotones. Es, digámoslo también, texto en bruto, que hay que pulir y abrillantar, pero en él está la esencia de lo que queremos contar, la sensación, sentimiento o emoción detonantes de ese hormigueo narrador que a veces se siente en la yema de los dedos.

Otras veces, sin embargo, escribir de cabeza se vuelve un ejercicio tozudo e impertinente; terco como un remordimiento. Empieza igual que el otro: tecleas con un par de neuronas, como otros hacen con dos dedos, y esperas a tener un rato para ponerlo en pantalla o en papel, pero si ese rato no llega o la emoción se diluye con el paso de los días y pierde su oportunidad, lo escrito se queda amarrado ahí, no sé bien dónde; se agazapa y espera que otra sensación, sentimiento o emoción lo avive, como las pulgas esperan, pasando de un humano a otro, encontrar un cuerpo de animal peludo y cálido donde crecer y hacerse fuertes de nuevo. Sé que escribir de cabeza es así a veces y, aunque me he tomado el trabajo de explicarlo y estar denunciándolo ahora, no me rebelo. Sé que no puedo.

Lo que yo dejé sin escribir pasó hace más o menos dos meses y, si no lo transcribí en este cuadernillo después de digitarlo de cabeza, fue un poco por dejadez y falta de tiempo y otro poco –bastante- por no tener que confesar un miedo nuevo, por no exponer con temeridad otro punto flaco de esta alma que se está volviendo tan sensiblera.

Hace un par de meses encontré una casa nueva: un piso muy grande, de techos altos y paredes recién pintadas, con cocina, baños y ventanas preparados para que alguien los estrenase, y donde Elsinha, Xosé y yo tendríamos todo el confort, la seguridad y el silencio que mi vieja casa nos venía escatimando en los últimos tiempos. Estaba tan contenta que ya me tardaba recibir las llaves nuevas; estaba tan ilusionada que, sin pereza y con toda eficacia, gestioné los cambios de suministro de luz, agua y teléfono, abrí una nueva cuenta bancaria y llamé aquí y allá para modificar mis datos postales, y todo en dos o tres días; estaba tan atareada, tan entusiasmada y tan feliz que cuando una tarde, días antes de hacer la mudanza, me senté en mi viejo salón de paredes desconchadas sólo tuve ganas de llorar y de no moverme más de allí.

Como si hubiese estado corriendo por un acantilado hacia un horizonte deslumbrante y hubiese clavado los pies justo al borde del terreno, justo antes de caer, frené aquella tarde mi alegría de avanzar y me aferré a esa tierra acogedora y sencilla que durante ocho años fue mi casa. Igual que una niña que estrecha a su pepona rechoncha y vieja mientras la tientan con una barbi, me acurruqué yo en el sofá y no quise dar un paso más, muerta de miedo. No quise cambiar nada sabiendo que, en ese momento, ya no había marcha atrás. Y vi tan claro mi miedo y me pareció tan infantil y, al mismo tiempo, tan dolorosamente vivo que tuve el impulso de contarlo y lo tecleé de cabeza, pero luego no me atreví y con los días se me fue olvidando…

Pero como decía, lo que se escribe de pensamiento se agarra a veces por dentro como una garrapata y, al final, no queda otra que soltarlo. Y lo suelto: a lo que tenía miedo entonces, como si fuese una niña chica, era a no volver a ser tan feliz como lo fui en esa casa, en mi casa vieja, ruidosa y llena de corrientes de aire llegadas del mar.

Y ahora que por fin lo he escrito, sólo me queda ajustar cuentas con el culpable, con el que ha venido a trastear y reavivar mis temores infantiles escribiendo, a su vez, esto:

“Si ellos forman parte de la casa o la casa forma parte de ellos es algo que a los niños les cuesta mucho distinguir. Después de quitarle a la perra, quitémosle la cocina, con su olor a comida rica para cenar. Y también el olor a ropa lavada, a lana secándose en el tendedero de madera. El olor a ceniza. A sopa calentándose al fuego. Quitémosle el viejo y cachazudo caballo que espera junto a la verja del prado. Las tareas que lo mantenían ocupado desde que volvía a casa del colegio hasta que se sentaban a cenar. La bruma del amanecer, el sonido de los cuervos chillando en las copas de los árboles.
Su ropa de faena sigue colgada de un clavo junto a la puerta de su habitación, pero nadie se la pone ni se la quita. Nadie duerme en su cama. Ni lee el ejemplar sin tapas de ‘Tom Swift y su máquina voladora’. Ya que estamos, quitémosle eso también.
Quitémosle la jarra y la palangana, ahora secas y polvorientas. El establo donde los gatos, sentados en fila, esperan con la boca muy abierta a que alguien les dé un chorro de leche recién ordeñada. Quitémosle la cuadra también, el olor a heno, polvo, pis de caballo y cuero viejo manchado de sudor, y ver la lluvia cayendo en los campos arados tras la puerta abierta. Si le quitamos todo eso, ¿qué le queda? Ante tamaña privación, ¿de qué sirve pedirle que siga siendo el niño de antes? Sería casi mejor que empezara una vida nueva convertido en un niño distinto”.

Adiós, hasta mañana,
William MAXWELL

2 comentarios:

pau dijo...

Como asomarse a un charquito en el que se reflejan los miedos, los mismos miedos.
Serás feliz.
Escritora de charquitos donde nos vemos por dentro. Bravo.

María B. dijo...

Me he traído bien protegido todo lo que me hacía feliz, así que aquí también lo soy.
No he podido, sin embargo, darle esquinazo a todos los miedos (a algunos sí), pero sigo intentándolo.
Un bico, guapa.