lunes, 14 de julio de 2008

Il primo gatto di Roma


El de la foto es Micheli -el bautismo es mío-, el primer gato que vi en Roma. Llegamos a las once y media de la noche al aeropuerto de Ciampino y mientras decenas y decenas de pasajeros esperábamos irritados e incrédulos el autobús que nos habían prometido a medianoche y que al final llegó a la una, apareció este gato rayado y gris desde un lateral de la terminal. Caminó pausado por una pequeña rampa que descendía hasta la acera y comenzó a pasearse con parsimonia entre maletas y pasajeros desmintiendo el carácter huidizo de los gatos y, más aún, de los gatos callejeros. Aunque era un gato netamente italiano, los modales que empezó a desplegar mientras se dejaba acariciar por quien le extendía la mano o cuando se sentaba inmóvil, como una estatua egipcia, ante quien estaba comiendo me recordaron sin remedio al jeitinho brasileiro, esa manera peculiar de manejarse en la vida que se ha ganado incluso una definición en la Wikipédia. Era, sin duda, un profesional de la supervivencia que en cuanto percibió que el apetito de los cabreados viajeros no daba para más de dos o o tres bocados de generosidad se retiró con discreción y elegancia por donde había llegado.

Lo que me dejó, sin embargo, fue la intuición de que ese arte de sobrevivir no sólo marca a los gatos y que fue quizá la abundante emigración italiana a Brasil lo que acabó de perfeccionar esa manera tan eficaz de manejarse en la vida llamada jeitinho.

Y lo digo porque, nada más desembarcar en esa acera en la que estuvimos más de una hora varados, una empleada de la compañía -que sólo se dirigió a nosotros en las pequeñas pausas que le permitía una febril comunicación telefónica- se atrevió a sugerirnos que hiciésemos una cola. Uno de mis tres compañeros de viaje, la única chica, se apresuró a replicarle que de eso nada, que todos estábamos esperando el mismo autobús, que habíamos pagado el billete seis horas antes en Santiago y que sólo nos faltaba ponernos a hacer cola. Y la empleada, avispada y resuelta, puso cara de 'bueno, vale' y se alejó sin darnos más importancia. Poco antes de la una, cuando las veinte o treinta personas que aguardábamos en la acera a primera hora éramos ya más de sesenta y la posibilidad de quedarnos sin asiento planeaba sobre todas las cabezas, la empleada y su teléfono volvieron a aparecer en la acera. "No quisisteis hacer una cola...", se encogió de hombros, como quien da una lección magistral a un adolescente rebelde al que ni siquiera se digna a mirar -mi compañera refunfuñaba perpleja, claro-.

En cuanto llegó el autobús, la empleada empezó a contar, como una maestra de parvulario, a los viajeros que alcanzaban los peldaños de la puerta delantera después de apelotonarse, empujarse y pisarse sin sentirse obligados a pedir perdón. Al terminar el recuento y la tensa batalla, quedaron tres chicas fuera del autocar. Yo confieso que hubiese estado entre ellas si, en lugar de tener un compañero que me empujó hacia dentro mientras con la otra mano tiraba de una yanqui gruesa para abrirme a mí hueco, hubiese viajado sola. Pero no, yo estaba en mi conquistado asiento. Los cuatro lo estábamos y, con los nervios, la rabia y el alivio borboteándonos todavía dentro, creímos entender por los gestos que la maestra-empleada y su teléfono les estaban diciendo a las tres viajeras que tendrían que esperar una hora el siguiente autocar, un espejismo-pesadilla al que las chicas respondieron haciendo ademán de dirigirse a un taxi con cara de echarse a llorar. Al final, no se sabe por qué circunstancia extraña que no se diese minutos antes, la controladora y su teléfono las dejaron subir graciosamente. Y nosotras, las dos chicas de mi grupo, les aplaudimos -a las tres desesperadas, claro-. Y todos contentos.

¿Dónde viajaron? Quizá sentadas en el pasillo. ¿Y la normativa de transporte? ¿La seguridad? Ma qui cosa! Mientras bajábamos a Roma, con música romántica que nos pareció perversamente elegida para templar nuestros ánimos y con un tráfico propio de pleno día, adelantamos a 120 por hora por un túnel limitado a 60; ¡volamos en la noche romana! Y no pasó nada, que diría -supongo- el conductor.

El mismo chófer, por cierto, que a la vuelta, de la estación Termini al aeropuerto, hizo el recorrido con la puerta central del autobús abierta -justo a la altura de nuestros asientos- porque no estaba puesto el aire acondicionado. Y se lo agradecimos. Por supuesto.

(Ya lo decían aquellos famosos galos: ¡Están locos estos romanos!)

2 comentarios:

pau dijo...

Y es que Roma es exactamente así!!! todavía recuerdo que mi amiga y yo cruzábamos las calles sin mirar para los coches, riéndonos, al grito de "a la macana". ESto de a la macana se lo oyó ella, mi amiga, decir a un romano de toda la vida mientras daba tremendo volantazo a su coche para cambiar de sentido...
Mi hija hace un par dehoras me envió un mensaje: "italia!" ponía, solo. Acaba de entrar en italia en coche con su padre. Diez minutos después me envió otro para informarme de la velocidad de crucero de los vehículos... asustada... (Yo tb estoy asustada)
De todas formas todo esto es incluso entrañable... si no fuera por berlusconi, sería entrañable.. no crees?

Anónimo dijo...

Están locos,sí, pero son muy divertidos y muy acogedores.
Y los del sur de Italia son de oro. Les debo una entrada. Un día de estos...
P.D. Está bien eso de la macana, sí señor.