sábado, 26 de julio de 2008

Miedo en los ojos


Hubo un tiempo en el que, cuando salía a caminar, encontraba cosas bonitas, o curiosas al menos. Caminando por Palma, por ejemplo, me topé ante los pies con el comodín de una baraja. Y no un comodín cualquiera, sino uno con un dibujo en blanco y negro de un loro -o periquito- vestido con traje de época y chistera. Otro día, andando descalza por la orilla del mar, una ola delicada depositó justo delante de mis pies un billete de cinco euros; un billete, sí, que decidí gastar para brindar con cerveza por la buena suerte. Otro día, paseando por la calle Real vi a una señora que caminaba ayudándose de una muleta. Iba con dos o tres mujeres más y, al llegar a la altura de unos músicos callejeros que tocaban alegres como gitanos de Kusturica, levantó su muleta y se puso a bailar.
Ahora ya no me pasan esas cosas. Hoy, en esa misma calle donde a aquella mujer la música le alegró el día, me encontré con un chico acorralado como un animal. No sé que pasó antes de que yo desembocase allí desde Canuto Verea, pero lo primero que vi al llegar, poco antes de las cuatro y media de la tarde, fue un coche de la Policía Nacional, otro de la Policía Local y un municipal en bicicleta. Todos estaban allí para detener a un solo chico que supongo que estaría vendiendo cedés y al que acompañaba otro, más o menos de su edad, contra el que parecía que los policías no tenían nada. Al detenido lo tenía agarrado por los brazos un agente local e intentaba arrastrarlo hacia el coche mientras le hablaba irritado, pero el chico no se movía y trataba de convencerlo con los ojos de que no se lo llevase. No intentaba soltarse ni huir; sólo quedarse quieto. "Es que lo que no puede ser es que se ponga así", protestaba el policía de la bicicleta, ofendido casi. Todavía llegó otro coche de la Policía Local antes de que los cinco o seis agentes que agarraban o vigilaban al chico consiguieran meterlo en el coche. Si lo lograron fue porque el amigo del chico, de piel tan oscura como la suya, le estuvo hablando en la puerta del coche, mientras los policías seguían haciendo fuerza para hacerlo entrar. Le dijo, quizá, "no te preocupes, ya te soltarán" o "es mejor que entres, si no va a ser peor". Y el chico detenido acabó dejándose hacer, pero no tenía mansos los ojos, sino llenos de miedo. Miedo no sé de qué, pero miedo puro, primitivo. Quizá era miedo al calabozo o a lo desconocido. Quizá miedo a volver a su país o a emprender de nuevo la ruta suicida que, tal vez, lo trajo un día hasta aquí.
Yo me metí enseguida en el chino que tenía a mi altura e intenté olvidarlo.
Pero no he podido.

(Nota: pensé en no incluir imagen o poner sólo un fondo oscuro, pero por las calles sigue habiendo a veces músicos callejeros que te obligan a menear la cadera a su compás y te alegran la vida. Éstos tocan en la Piazza Navona, ante la Libreria Spagnola de Roma)

1 comentario:

pau dijo...

Esto no puede seguir pasando. No puede seguir pasando. Gracias por escribir sobre ello, sobre ellos.