Quizá para compensar la pérdida de nuestra casa vieja, mi hermano mayor y yo fuimos de los pocos y afortunados niños que pudimos caminar y pedalear libres y sin pagar peaje hasta el puente de Rande, y más allá si hubiésemos querido. La autopista era entonces todo lo contrario a lo que acabaría siendo: un camino silencioso, vacío, seguro, donde los pasos o las pedaladas eran siempre lentos, de paseo.
Eso duró unos años, pocos, y enseguida el zumbido continuo de los coches, convertidos a fuerza de velocidad en meros borrones sobre el asfalto, empezó a competir con nuestras voces en casa y con nuestras canciones en el patio del colegio, un pequeño colegio de parroquia al que la autopista también comió, según creo, unos buenos bocados de terreno.
La casa nueva es lo más parecido que mis hermanos y yo tenemos a la casa donde uno nace. Pero si quisiésemos que los hijos que a partir de ahora podamos llegar a tener naciesen en la misma casa en la que nosotros espiritualmente nacimos lo tendríamos muy difícil.
Tres décadas después de haber caído la vieja casa, esa autopista por la que de niña yo paseé en bicicleta necesita crecer de nuevo y, según dicen algunos políticos, debe hacerlo por encima de la casa nueva, mi casa, y hasta del colegio en el que estudié. Los coches quieren comerse también buena parte del instituto, la iglesia nueva, el centro de salud y el pabellón de deportes, además de otras casas como la mía. Ayer salieron los vecinos a la calle para protestar, según cuenta el periódico.
Hoy me ha tocado manifestarme a mí.