miércoles, 2 de septiembre de 2009

Aprender a navegar

Yo quiero vivir como otros navegan. Se me metió en la cabeza ayer cuando regresé al último libro leído para capturar con el lápiz una cita antes de que se me olvidase. Era de un marinero curtido durante décadas por el salitre que intenta ayudar a encontrar el rumbo a un jovencito sin norte durante un temporal marítimo y vital:

"Me gusta la libertad que me proporciona el barco
-le dice-, aunque la vida a bordo no es, como creen algunos, la libertad. Navegar es, sobre todo, aceptar los obstáculos que uno mismo ha elegido. Y esto es un privilegio. Casi todas las personas se encuentran sometidas a las obligaciones que la vida les ha impuesto. Yo tengo las obligaciones que he elegido libremente".


Y yo quiero navegar así. O vivir. O lo que sea.


Quiero esa plenitud de vivir, de exprimir la libertad, que significa decidir cuáles son los obstáculos que quiero superar, las vallas que pretendo saltar, las montañas que aspiro a coronar, en lugar de ver cómo son otros o la propia vida los que van construyendo mis metas mientras yo custodio con celo una libertad absoluta y sin límites que se atrofia por no usarse.


Y quiero vivir así sabiendo también que las vallas a veces acaban derribadas, que las rodillas se despellejan y sangran a veces, y que la libertad es levantarse, enjugarse las lágrimas y el sudor con la manga de la camiseta o con el brazo y seguir. Seguir por esa pista, por la que he elegido, confiada en que puedo aminorar la marcha, rectificar el rumbo, dudar, volver a caer. Todo, menos dejar el camino, saltar por la borda, escapar con la maleta repleta de esa otra libertad siempre en fuga; todo, menos volar hacia un paraíso en el que vivir de incógnito, donde nadie me reconozca, donde ya no sea yo.



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