jueves, 1 de octubre de 2009

La casa de Ramiro


La casa de Ramiro era en realidad dos casas. Mejor dicho: la casa de Ramiro era una sola casa, pero hecha de dos viviendas. Y ni siquiera eran dos viviendas pegadas, una encima de la otra o una al lado de la otra. Las dos viviendas estaban, más o menos, una frente a la otra en dos de los laterales de un patio de colegio de geometría irregular. Como el padre de Ramiro era profesor y además director del colegio tenía derecho a una de las viviendas del grupo escolar, pero como con los años acabó teniendo cinco hijas y un hijo le asignaron otra vivenda en el mismo patio, a quince metros o así de la primera, que se fue convirtiendo con el tiempo en una sala de estudio para las hermanas mayores de Ramiro, un desván donde guardar los trastos de la familia y un espacio íntimo y restringido donde a Ramiro y a mí nos dejaban colarnos algunas veces; otras, lo tomábamos por nuestra cuenta: saltábamos un pequeño muro en la fachada de la casa y accedíamos al interior desde el patio trasero, donde un enorme árbol de fronda verde oscura (nunca he sabido llamar a los árboles por su nombre) lo cubría todo de sombra.

Entrar allí era excitante, pero ni siquiera imprescindible para nosotros dos. Entrar allí suponía extender unos dominios ya de por sí ilimitados porque, debido a la particular situación familiar de Ramiro, todos los espacios a los que puede aspirar un niño antes de cumplir los diez años estaban a nuestro alcance. Cuando a las doce del mediodía salíamos Ramiro y yo del colegio, su padre, viudo desde que nosotros teníamos más o menos seis años, seguía con sus tareas de director; sus cuatro hermanas mayores estaban en el instituto e incluso alguna en la Universidad; y su hermana pequeña, a la que llevábamos tres años o así... Pues su hermana pequeña... no sabría decir con certeza qué hacía; debía de estar en el mismo estado de libertad apenas vigilada con la que nosotros vagábamos por nuestro pequeño mundo.

En casa de Ramiro había siempre cierto caos que acentuaba aún más aquella sensación de libertad infantil sin límite. En su cocina, el fregadero estaba siempre lleno de loza, a veces sucia, y también el lavavajillas, imprescindible para ellos y que a mi casa no llegó hasta unos cuantos lustros después. A causa de ese desorden, cada vez que yo pedía allí un vaso de agua lo bebía con cierto escrúpulo, porque nunca era capaz de sacarme de la nariz aquella mezcla de olor a Mistol y a suciedad reseca. En contrapartida, en aquella casa podías subirte al brazo de un sofá para alcanzar un álbum de cromos guardado en lo más alto de un mueble y podías curiosear en los armarios y podías hacer experimentos y potingues en el patio trasero sin temer que una mirada adulta te reprendiese. Y podías hacer todo eso durante unas cuantas horas al día.


Durante otras tantas, Ramiro y yo teníamos para nosotros solos un colegio y un patio que, en horario escolar, debíamos compartir con trescientos o cuatrocientos niños más. Cuando por las tardes las aulas se vaciaban y alumnos y profesores se iban a sus casas, nosotros le dábamos un nuevo sentido a aquel espacio: escribíamos y dibujábamos en el encerado sin pedir permiso a nadie, entrábamos en la sala de profesores, nos paseábamos por los despachos del director y del jefe de estudios y metíamos la nariz en todo aquello que no estaba cerrado con llave. Recuerdo que en aquellas salas manejé por primera vez una máquina de escribir y, tras la emoción inicial ante aquella tarea que intuía ya apasionante, descubrí lo difícil que era pulsar las teclas y lo aburrido que resultaba escribir con dos dedos sin saber dónde estaban las letras y, lo que es peor, sin tener nada que contar.


Y alguna tarde, cuando el profesor de gimnasia -ese que daba clase con camisa y pantalón de tergal- se olvidaba de guardar los aparatos en el almacén, saltábamos en las colchonetas, intentábamos sin éxito ascender por aquella cuerda imposible que pendía del techo o nos colgábamos de las anillas sin saber sacarle más partido que el de balancearnos apenas unos segundos como dos pesos muertos.


Esos juegos extraordinarios llenaban nuestro día a día y por eso, supongo, algunas veces ni la primera casa ni el colegio entero ni el patio eran bastante para nuestras inquietudes de niños. Y entonces nos íbamos a la casa de allá.


Aquella casa, como la primera, tenía dos plantas -con cocina, salón y despensa abajo, y baño y tres dormitorios arriba-, y lo más vívido que recuerdo no es aquella llave de la entrada principal que intentábamos agenciarnos con tan poco éxito, ni aquella vieja silla que poníamos contra el muro para poder saltar, ni los hierbajos altos que crecían bajo el árbol del patio trasero ni los muebles escasos y las paredes casi desnudas. Lo que ahora me asalta sin que apenas alcance a definirlo, ni tan siquiera a explicarme, son las ganas de estar allí que sentía entonces; ganas de estar allí que no tenían que ver con el bienestar ni la protección, sino más bien con esa intuición de independencia y de libertad adulta que parecían exudar aquellos muros.


Quizá sea porque guardo dos detalles que entonces actuaban como puentes levadizos entre nuestra niñez y el mundo: uno era un puzzle de miles de piezas, casi todas azules y blancas, de las que una de las hermanas de Ramiro estaba haciendo emerger un enorme barco velero, y que teníamos prohibido tocar a riesgo de perder la vida. El otro recuerdo son las cartas; unas cuantas cartas de amor dirigidas a otra de las hermanas de Ramiro que nosotros, tan niños, leíamos con el mismo respeto y extrañeza que nos provocaría un jeroglífico, pero que en lugar de símbolos egipcios tenían pegados pétalos de rosa.


Pero quizá la explicación última de esa sensación escurridiza es que, muy al contrario que Peter Pan y que mi hermano Óscar, yo siempre quise hacerme mayor y allí, en aquella casa, podía soñar con crecer.

2 comentarios:

Ana Ballesteros Pena dijo...

Para mí no era la casa de Ramiro, sino la casa de Marta, ya ves tú... Mis recuerdos, aunque amplios, son más vagos porque era más peque en aquellos tiempos, incluso cuando ya se mudaron, pero visité también esa casa de los trastos: recuerdo una habitación de esas que tenía un armario con la cama abajo, tipo el de la nuestra antigua... y muchos trastos. Y Marta, entre otras cosas, cuando salía del cole a las 12.00 se ponía a calcetar conmigo cual abuelita prematura... entonces aprendí.
Un bico morena, Ana

María B. dijo...

Ya sabía yo que Marta debía de andar por alguna parte...
Un bico, guapa.
Hablamos mañana.