martes, 20 de octubre de 2009

El ritmo de las palabras


De Domingo Villar, un escritor vigués autor de dos novelas superventas que han sido traducidas a una decena de idiomas, no he leído más que una entrevista. Fue en julio y desde entonces me ha quedado en la recámara alguna cosa que decía y, sobre todo, algunas que escribió de él Sandra Faginas, quien lo entrevistó entonces.

Me gustó que sus amigos no tengan nada que ver con los círculos literarios; que considere escribir como un oficio para humildes, “un trabajo de resistencia titánica y de duda constante”, según resume la entrevistadora; y me gustó también que su obsesión sea la historia, entretener emocionando. Pero lo que de verdad me ha hecho volver a la entrevista después de casi tres meses es la referencia a su método para auscultar el ritmo del texto: “Unha das súas teimas é ler en voz alta os parágrafos da novela para notar ese bo facer dun xeito intuitivo”. Y sólo por eso tendré que leerlo.

Pero mientras tanto, yo, que no escribo y no tengo, por consiguiente, nada propio a lo que medirle el ritmo, no dejo de entrenar el oído. Ahora, que no le hago más que trampas al sueño, leo en voz alta por las noches el Microcosmos de Claudio Magris, y si me ejercito así no es sólo para evitar que se me desplomen los párpados (nadie se duerme mientras habla) ni tampoco porque la prosa de Magris parezca estar hecha para cantarle al oído mientras los ojos, cerrados, imaginan. Es por eso, pero no sólo por eso.

Si leo en voz alta ahora es por el placer de escuchar qué claro y qué bien sé leer. Y este buen leer que he ido cultivando libro a libro ha sido posible a pesar de que de niña, en el colegio, en lugar de dejarme disfrutar de las palabras, me las cronometraban. Con diez u once años, mi profesora de Lengua estableció la marca de cien palabras por minuto y, en aquellas absurdas competiciones que se daban en la hora de lectura, los torpes como yo leíamos algunas palabras y otras nos las zampábamos para quedarnos, aun así, a las puertas de la centena. Lo que más recuerdo del libro de lectura de aquel año, que se llamaba Alféizar, no son las historietas que reunía, sino los puntitos que iban salpicando el texto para medir las noventa o cien palabras que leía cada alumno, mientras algún otro que tenía reloj digital (la labor de cronometrador estaba muy disputada) vigilaba el paso de los segundos. Yo tenía un reloj digital que me habían regalado en la comunión y con él, además de aspirar al puesto de cronometradora, me encerraba en el cuarto de baño grande de mi casa, que tenía una ventana alta donde entraba todo el sol del día, y leía sesenta segundos de historias mutiladas y sin sentido.

Entonces, con diez u once años, añoraba cuando tenía siete u ocho y otra profesora -joven, divertida, sonriente, mi profesora preferida para siempre jamás- nos hacía leer de otra manera. Ella fue quien nos montó una biblioteca en uno de los armarios empotrados del fondo del aula, de donde los viernes por la tarde podíamos coger libros y llevárnoslos a casa. Para meternos el gusanillo, ella nos leía en clase unas cuantas páginas de alguno de los libros y aquello sí que era saber leer. Parecíamos bobos y mudos cuando, sentada sobre su mesa, con sus vaqueros y sus jerseys de colores, nos leía, por ejemplo, La isla del Tesoro, esa aventura que yo luego buscaba en el libro y me resultaba, sin su voz, del todo insulsa. Por eso estaba convencida de que esas historias increíbles sólo estaban en su boca.

Supongo que fue a esa edad (y salvando el paréntesis del cronómetro) cuando empecé a rastrear con el oído ese ritmo que Domingo Villar persigue hoy en sus párrafos y Claudio Magris escribe en la partitura de sus textos.

Supongo que por eso me gusta ahora escucharme leer alto y claro, como de niña nos leía ella.

Y por el mismo motivo, supongo, leeré ahora lo escrito para saber qué tal suena.


4 comentarios:

pau dijo...

Bien! eso es! Es indispensable paladear lo que se escribe. Además me sorprende tener esa figura lectora tb en mi vida: mi profesora de literatura en Bup (siempre fue la misma): LA TABOADA. Era incríble escuchar cómo leía El Quijote en clase, allí delante, de pie. Buf, nada hubiese sido lo mismo ahora... Qué recuerdos!

Ana Ballesteros Pena dijo...

Pero hermanita, ¿quién fue esa profe de las 100 palabras y la de los vaqueros, porque a muchas las iba heredando y no me suenan? Bico

María B. dijo...

Yo creo que se fue cuando nosotros acabamos 5º de EGB. Nos dio tres años. Se llamaba María Jesús y era delgadita, morena, de pelo largo... Quizá tú eras demasiado canija.

Ana Ballesteros Pena dijo...

Es lo que tiene ser de los ochenta, ja. Bico