domingo, 25 de mayo de 2008

Moha

Me lo contó un viernes que me encontró cenando en un mesón de La Franja con un amigo de fuera. Yo bebía albariño y comía pulpo mientras él trabajaba llevando sus vitrinas portátiles con anillos y collares de plata por los bares. En un papel cualquiera, quizá una servilleta, le anoté los teléfonos de casa y del trabajo y el móvil para que me llamase después de hablar con el abogado de Ecos do Sur, una ONG que apoya a las personas inmigrantes. Quería traerse a su mujer, una chica a la que conocía desde niño y con la que se había casado por poderes hacía menos de seis meses como atestiguaba el oro brillante de su dedo color chocolate, y me ofrecí a encabezar la carta de invitación que, según él, le exigían para que ella pudiera entrar en España.

Lo vi varias veces más sin que me diese novedades del asunto, pero hace un par de semanas me hizo llegar la tarjeta del abogado de la ONG para que lo llamase y me explicase los requisitos. Telefoneé al día siguiente por la tarde y, aunque el abogado no estaba, una compañera suya me aclaró qué trámites podía hacer o, más bien, me dijo que no podía hacer ninguno.

La carta de invitación, que se tramita en la Policía Nacional a cambio de 100 euros, no es imprescincible, aunque puede ayudar, pero siempre que se conozca a la persona invitada.

-Bueno... tu conoces al marido, ¿no? ¿Tiene papeles?

No tiene papeles ni dinero ni tampoco debe de tenerlo su joven mujer, al menos no el suficiente como para hacer turismo por España durante tres meses, condición insalvable para obtener el visado.

-En Senegal es muy difícil que se lo den si no tiene dinero. Además sólo con pedirlo le van a cobrar 50 euros, aunque al final no se lo den.

Esa historia me encajó mejor con la realidad que imagino en fronteras y consulados que las esperanzas que me hizo albergar mi amigo; pero a él, que llegó hace cuatro años pasando por mar desde la punta de África al extremo de Europa, la respuesta se le clavó cuando se lo conté como una espina de pescado en la garganta.

Me encontró esa misma noche en un bar y se vino derecho a mí. Empezó a contarme que me había dejado la tarjeta del abogado, como para intentar recordarme su historia. Le corté y le dije que ya había llamado y me habían aclarado todo. Dos frases más tarde, comenzó a frotarme el brazo para consolarme. "No pasa nada", me dijo con los ojos enrojecidos y brillantes. "No pasa nada", repitió varias veces mientras volvía a estrecharme el brazo con su enorme mano para darme los ánimos que él estaba necesitando.

Todavía se quedó un rato explicándonos el mercadeo mafioso que existe en torno a los visados en Senegal y asegurándonos que en seis meses iba a tener los papeles y ya podría traerla. Se lo había dicho el abogado.

Cuando nos despedimos le dije, como una madre, que no anduviera a la lluvia, que caía entonces en gotas finas y pertinaces.

-¿La lluvia? -se sorprendió divertido- ¿¡Pero si yo ya soy gallego!?

Me dejó esa sonrisa en los labios, pero mientras lo veía caminar hacia la puerta para seguir su ruta nocturna y húmeda de bar en bar sentí una punzada por dentro, como si otra espina se me hubiese anclado también a mí en la garganta.

4 comentarios:

María B. dijo...

La foto es de Víctor Echave y fue publicada en La Opinión A Coruña.

pau dijo...

tes umha maneira de contar incrível. umha história preciosa. triste.

María B. dijo...
Este comentario ha sido eliminado por el autor.
María B. dijo...

Pobre Moha, si. Co boa xente que é...
Moitas grazas polo outro.