Yo todavía la quiero -son más de ocho años de vida en común-, pero se está volviendo rara. Regresó a casa anteayer después de una de esas ausencias suyas por las que ya ni me molesto. Nada más llegar se fue a hacer la compra, porque yo sobrevivía ya con las últimas existencias, y al volver estuvo cariñosa, como siempre; pasamos una noche plácida. Pero ayer empecé a notar en ella una discreta, aunque persistente, inquietud. Mis temores se confirmaron al mediodía. Se sentó en su rincón de trabajo, como cualquier otra mañana que se pone a teclear, pero en lugar de eso la vi manipular no sé qué objetos que intentaba ocultar oponiendo su cuerpo a mi mirada. Yo remoloneaba por la sala de estar y con esa actitud despreocupada me acerqué hasta la papelera y simulé que buscaba algo entre los papeles arrugados. Pude ver de reojo cómo me dirigía una mirada cargada de cautela, que se volvió tranquila al comprobar mi aparente desinterés. Confiada ya, siguió con su ajetreo manual y pude ver, con extrañeza, que lo que hacía y había intentado ocultarme era tan inocente como el juego de cualquier cría: tenía papel, lápices de colores y unas tijeras y hacía recortes amarillos, naranjas y azules que luego pegaba en el borde de la mesa. La miré conmovida por esa capacidad infantil que todavía tiene de entretenerse con los objetos más cotidianos y le acaricié los tobillos como a ella le gusta. Tal como esperaba, me levantó y me tomó en sus brazos y yo entrecerré los ojos y me abandoné a un intenso ronroneo que me hizo bajar cualquier defensa. Tan entregada estaba al dulce escalofrío de mi cuerpo, que apenas percibí su gesto cuando me colocó la primera pegatina -en el cuello, según pude comprobar después-. No pude imaginarme qué significaba aquel maltrato. La segunda, un cuadradito de papel azul que me pegó en la parte más alta de la frente, entre las orejas, me dejó paralizada, perpleja. ¿Qué clase de criatura es ésta? ¿Cómo puede poner esa sonrisa dulce y hacerme...? ¿Pero qué está haciendo?, fue lo único que en mi confusión atiné a pensar. Con esas preguntas me martiricé mientras la veía manipular la tercera pegatina, naranja, y me dejé hacer como si en lugar de un ser sensible y delicado fuese una muñeca de peluche, amorosa y suave, pero sin corazón.
Así sentía que me estaba tratando ella, aunque no lograba entender por qué. ¿A qué venía esa payasada? Antes de atisbar siquiera una respuesta, me di cuenta de que aquello no había acabado y, pese a la humillación, decidí descubrir dónde estaba el límite de aquel ridículo. Etiquetada como si fuese un juguete en venta, dejé que me llevase al dormitorio. Nada más entrar, se detuvo y, como si me pusiese en la picota, se colocó ante el enorme espejo que se trajo la semana pasada y en el que no para de mirarse con complacencia y me enfrentó con mi resignado reflejo. Allí estaba yo, de natural esbelta y elegante, pegoteada y ridícula; allí estaba debatiéndome entre la indignación y la misericordia, entre el arranque de arañar, morder y bufar y la decisión serena de sufrir con paciencia las flaquezas y debilidades del prójimo. En contra de mi instinto, opté por lo segundo. Y suspiré.
No sé qué esperaba demostrar ella con ese circo, pero lo cierto es que todavía me sostuvo en los brazos durante mucho rato y acercó varias veces mi cara al espejo queriendo provocarme, como si no hubiera visto ya de sobra los tres papelitos que salpicaban mi reflejo.
Yo, que resistí sin hacer siquiera un mohín, espiaba su expresión en el espejo y descubrí, con sorpresa de nuevo, que los ojos se le estaba poniendo casi tan tristes como a mí. Unos minutos después y sin que hubiese ocurrido nada más que nuestro profundo abatimiento, aquello cesó de repente. Como si hubiese estado fuera de sí hasta entonces, ella me quitó con cuidado las pegatinas, que ya casi se desprendían solas, y rozó su nariz con la mía como nadie más sabe hacer.
No me avergüenza admitir que la perdoné al instante porque mi fachada felina es liviana como el papel, pero, aun perdonando, no olvido y desde ayer me desvelo pensando por dónde me saldrá la próxima vez. Me preocupa que esto pueda ir a más y, sobre todo, a peor.
Desde que pasó lo del espejo la he sorprendido más de una vez, cuando cree que dormito, con la mirada extraviada y la he oído susurrar con expresión lastimera:
-Cómo puede ser que una urraca tonta...
Así sentía que me estaba tratando ella, aunque no lograba entender por qué. ¿A qué venía esa payasada? Antes de atisbar siquiera una respuesta, me di cuenta de que aquello no había acabado y, pese a la humillación, decidí descubrir dónde estaba el límite de aquel ridículo. Etiquetada como si fuese un juguete en venta, dejé que me llevase al dormitorio. Nada más entrar, se detuvo y, como si me pusiese en la picota, se colocó ante el enorme espejo que se trajo la semana pasada y en el que no para de mirarse con complacencia y me enfrentó con mi resignado reflejo. Allí estaba yo, de natural esbelta y elegante, pegoteada y ridícula; allí estaba debatiéndome entre la indignación y la misericordia, entre el arranque de arañar, morder y bufar y la decisión serena de sufrir con paciencia las flaquezas y debilidades del prójimo. En contra de mi instinto, opté por lo segundo. Y suspiré.
No sé qué esperaba demostrar ella con ese circo, pero lo cierto es que todavía me sostuvo en los brazos durante mucho rato y acercó varias veces mi cara al espejo queriendo provocarme, como si no hubiera visto ya de sobra los tres papelitos que salpicaban mi reflejo.
Yo, que resistí sin hacer siquiera un mohín, espiaba su expresión en el espejo y descubrí, con sorpresa de nuevo, que los ojos se le estaba poniendo casi tan tristes como a mí. Unos minutos después y sin que hubiese ocurrido nada más que nuestro profundo abatimiento, aquello cesó de repente. Como si hubiese estado fuera de sí hasta entonces, ella me quitó con cuidado las pegatinas, que ya casi se desprendían solas, y rozó su nariz con la mía como nadie más sabe hacer.
No me avergüenza admitir que la perdoné al instante porque mi fachada felina es liviana como el papel, pero, aun perdonando, no olvido y desde ayer me desvelo pensando por dónde me saldrá la próxima vez. Me preocupa que esto pueda ir a más y, sobre todo, a peor.
Desde que pasó lo del espejo la he sorprendido más de una vez, cuando cree que dormito, con la mirada extraviada y la he oído susurrar con expresión lastimera:
-Cómo puede ser que una urraca tonta...
4 comentarios:
Jajajajajajaja, muchas felicidades.
Lindo, tierno... siento mucho la desilusión... igual realmente te está tomando el pelo... como hay sobrino y sobrina "superdotado/a" pues también puede haber gata... Un bico, Ana
Me vacila continuamente, en esto y en un millón de cosas más. Después de un rato de rastreo, he encontrado por fin lo que buscaba: http://www.youtube.com/watch?v=imt6-FDy6tE. Es ese anuncio que ilustra tan bien en qué nos acabamos convirtiendo los dueños (¿dueños? qué ironía) de gatos.
Muchas gracias.
Un bico
Genial!! tu gata es de las pacientes y comprensivas... claro que reconoce en el espejo!! por supuesto! es solo que no quiere contrariarte... por supuesto. Es buenísimo!!
Es una santa, la pobre. "¿Experimentos con gaseosa a mí?", debe de pensar resignada.
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