La noche pasada soñé con la guerra. Yo caminaba vestida de soldado por la calle de la Torre mientras la guerra sonaba a lo lejos -o eso creía-. Al poco tiempo, oí unos disparos más cerca, pero me parecieron de mentira, como los que salen en las películas o en los telediarios, y no hice caso. Los tiros resonaban cada vez más próximos, silbaban sin tocarme, y al girar la cabeza me di cuenta de que iban directos hacia mí y que eran dos soldados, con uniformes tan grises y raídos como el mío, los que me atacaban desde la otra acera. Corrí a protegerme bajo un coche aparcado a pocos metros, pero los soldados enseguida comenzaron a moverse tras de mí. Cuando, agachados, se pusieron a mi altura, yo rebuscaba entre la ropa mi arma -un revólver plateado de vaquero del Oeste- y al fin conseguí empuñarlo contra ellos. Apreté el gatillo una, dos, tres veces y no salía nada, aunque las balas que los soldados no habían cesado de disparar contra mí tampoco llegaban a alcanzarme. Probé a quitar el seguro, como se ve que hacen en las películas, pero ni así. No lograba disparar contra aquellos chicos y ellos no conseguían matarme; quizá ni siquiera querían hacerlo.
Al rato, cuando seguían silbando las balas y había perdido ya de vista a mis atacantes, aparecieron varios grupos más de soldados: todos sucios, grises y vencedores, aunque arrastrando los pies con desgana, como si les pesase su propia victoria. Yo intentaba ocultarme, porque me sabía enemiga aunque todos llevábamos la misma ropa triste y rota del ejército de los pobres. Pero enseguida pensé que si salía con los brazos en alto no intentarían matarme, sino que me harían prisionera, como establecen las leyes de la guerra que rigen en las películas.
Preparando mi rendición y oliendo todavía a pólvora y a escombros de ciudad andaba yo cuando sonó el despertador. Y estaba tan derrotada, tan rendida ya, tan muerta sin tiros, que quise quedarme en mi guerra. Quise quedarme allí, sin dejar escapar aquel sueño, como si esa guerra fuese tan lejana y segura como la de las películas.
Como si doliese tan poco como la de los telediarios.
Como si importase tan poco como la que los telediarios ya ni siquiera dan.
Preparando mi rendición y oliendo todavía a pólvora y a escombros de ciudad andaba yo cuando sonó el despertador. Y estaba tan derrotada, tan rendida ya, tan muerta sin tiros, que quise quedarme en mi guerra. Quise quedarme allí, sin dejar escapar aquel sueño, como si esa guerra fuese tan lejana y segura como la de las películas.
Como si doliese tan poco como la de los telediarios.
Como si importase tan poco como la que los telediarios ya ni siquiera dan.
No hay comentarios:
Publicar un comentario