Mis pies apuntan hacia Cosenza, la capital de la provincia homónima que está en mitad del empeine de la bota italiana. En San Benedetto, el pueblo donde está la casa que tiene el huerto que tiene la higuera que tiene la hamaca que me sostiene, vive desde hace más o menos tres meses un joven escultor de Cabo de Cruz -Cabo de Crus en su boca-, Concello de Boiro, un joven escultor que se enamoró en Santiago de una italiana y la siguió hasta su pueblo en las montañas, un pueblo donde las cigarras nunca dejan de cantar.
Tucho -"Eu son Tucho, pero no carné pon José Antonio"- vive en una casa prestada con un gatito negro y otro color crema y, además de higueras y una hamaca, tiene en el huerto calabacines, pimientos, tomates... -que riega y recoge con mimo- y todos los bártulos que puede necesitar para hacer sus esculturas. Con cristales y resina que va a buscar al monte prepara la pasta que luego transforma en sirenas, pensadores de Castelao, venus redondeadas, piezas de ajedrez...
Su familia no entiende cómo puede hablar italiano cuando malamente se expresa en español, pero, como él dice, la cuestión es querer comunicarse. Eso lo aprendió con María, su vecina, que desde que tiene a Tucho viviendo en la casa de al lado sale a su terraza cada vez que oye cualquier movimiento en el huerto del escultor gallego.
-Tutto posto?- cuenta Tucho que empezó preguntando María, por saber qué tal, en cuanto cruzaron saludos.
-Bue... -comenzó contestándole Tucho mientras, haciendo oscilar la mano vuelta y vuelta, ora la palma hacia arriba, ora el dorso, intentaba hacerle ver esa perpetua insatisfacción gallega- La vitaaa... -añadía por toda explicación.
Y María, como quien descubre un secreto guardado con celo, le respondía comprensiva:
-Aaahhh, la vitaaa...!
Y los dos volvían a sus tareas satisfechos por haberse entendido.
Yo tuve la suerte de conversar también con María. Era un lunes, poco después de las seis de la mañana, y yo acababa de asomar al huerto donde el día lo inundaba ya todo. En cuanto salió a la terraza y me vio se dirigió a mí creyendo que era la hermana de Tucho llegada de Galicia. No lo era, fue lo poco que le pude hacer entender, y, aunque cruzamos varias frases incomprensibles para ambas que me hicieron querer huir hacia el interior de la casa, María no se desanimó y siguió hablando con un enorme interés por mí. Al final me ofreció un café y yo le respondí agradecida que estábamos a punto de tomarnos el nuestro. Lo que le dije era mentira, pero aun así las dos nos despedimos con ese lenguaje amable y universal de las sonrisas.
A Tucho, que sigue hablando con sonrisas y en gallego a sus vecinos -que en vez de gallegos nos llaman galicianos-, le tuve mucha envidia esos días. Por su huerto, por su casa y por vivir en una montaña tranquila y repleta de tiempo y de paz; tiempo y paz para dejar reventar, como los árboles con sus brotes, todo lo que le bulle por dentro. Lo envidié mucho por eso, pero también por tener una vecina curiosa que todavía mira y habla a la gente a los ojos.
Nota: María es la que asoma a la derecha de la foto, sobre el balcón. Tucho es el que mima su obra y el que, hasta en la camiseta, lleva a 'Galiza no corazón!'.
miércoles, 6 de agosto de 2008
Bajo una higuera calabresa
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5 comentarios:
la envidia es contagiosa. envidio que hayas envidiado tan de cerca esa vida. envidio tus pies en la hamaca y tus oídos en las cigarras. Felicidades.
Es digno de envidiar... ciertamente.
Buenas ciber horas, buscando el rincon de tucho en la web(que ciertamente no di encontrado), acabe en este blog.
Te comento q a devido cambiar demovil, me gustaria contactar con el para retomar algun traballo escultorico. Eu son gelollo, avisao e a ver se ai sorte
Vaia....
Gracias por este relato...
Gracias por reflexalo así e por emocionarme...
Eres estupenda.
O mérito é de Cosenza e da compañía, que me inspiran.
Un bico, guapa.
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