Ayer vi a una mujer que tenía un solo pecho. Estaba desnuda, a pocos metros de mí, y yo me la quedé mirando con la atención suspendida, conmovida, casi fascinada, pero con ojos discretos para que no sintiese lo que no debía sentir. Porque no me salió mirarla como quien mira lo raro, lo deforme, lo anormal, sino como quien camina por un bosque y descubre, al oír un aleteo, un ángel, un hada, un unicornio; como quien avanza por la vida y percibe -no sabría decir dónde- algo sagrado; como quien al entrar en el cuarto de un legendario guerrero se lo encuentra con el torso desnudo y lee en las cicatrices de su pecho, en la imperfección de su piel repujada, las pruebas indiscutibles de su valor. Aquella mujer que debía de rondar los setenta años estaba allí, bajo el chorro de la ducha, sin vergüenza ni pudor por su cuerpo mutilado, sin la mínima intención de querer ocultarlo en alguna de las cabinas que tenía a apenas un metro de distancia ni de castigar con una mirada dolorida a quien la acechase con ojos impúdicos. Y al saberla así, tan digna, tan valiente, sólo pude pensar en cuántas heridas, además de la del pecho, tuvo que haber cerrado antes de mostrar aquel sufrimiento cicatrizado y desnudo.
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1 comentario:
Increíble y preciosa la comparación. Te admiro.
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