Es una foto mala, ya lo sé, pero lo importante es que he podido hacerla. Y he podido porque, desde ayer, mi barrio tiene un mercadillo. Hay lo que en todos: pendientes, cuero, broches, bolsos… pero también camisetas, un puesto de caramelos artesanos, otro de dulces y panes, otro de flores… todos repartidos en el último tramo de la calle del Orzán, donde todavía quedan locales sórdidos con nombres como Petit Mon Amour.
Espero que vendan mucho, aunque al final lo importante es que un sábado al mes el Orzán se convierta en un barrio y los negocios de los que se han arriesgado o se han empeñado en vender aquí ropa, fruta, productos de comercio justo, cuero, cómics o lo que sea abran sus puertas y puedan empezar a creerse que esta zona castigada por la dejadez de los propietarios y la ruina de sus edificios llegará a ser un barrio rico -en el mejor sentido-, diverso y acogedor.
Antes de acercarme a los puestos, cuando estaba en el supermercado, he visto comprar verdura a uno de los soñadores que se atrevió a abrir su negocio al final del Orzán -en la esquina donde algunas mujeres se venden por un pico y otros se vuelven pendencieros mientras se ahogan en alcohol- y consiguió convertirlo en el restaurante más encantador e inesperado que he visto por aquí. Era el cocinero del Gorencia, una esquinita del mundo que sacó adelante con su pareja gracias a una rica carta, un trato muy atento y unos precios más que razonables y que tuvo que cerrar hace más de un año precisamente porque el dueño del bajo que ocupaban había dejado morir el edificio en busca de mejores beneficios.
Hace un mes o así salí de casa y me topé de nuevo con el cartel del Gorencia, y se me alegró el día. Está en la calle del Orzán también, pero mucho más arriba, a la altura de la iglesia castrense de San Andrés. Unos días después Xosé y yo nos fuimos a estrenarlo y nos encontramos con un local mucho más grande y mucho menos encantador que el otro, pero con una cocina y una atención que permanecían intactas. Ella, que atiende las mesas, nos trató como a clientes de años y él, que ahora tiene una cocina amplia en la que casi puede bailar cuando en la otra apenas se movía, preparó todo tan bien como lo recordábamos. “Entonces no ha perdido la mano”, dijo ella modesta y complacida cuando elogiamos la cena.
Me gusta pensar que tengo un barrio, que este es mi barrio, un barrio con una personalidad en formación, como la de un adolescente.
Pero cuánto me gustan también otros. Después del mercadillo, me fui a caminar por el paseo en dirección a punta Herminia y regresé por Monte Alto. En la calle de la Torre volví a fijarme en un local de comida rápida que se anuncia como fast food XXL y que se llama Fame Negra. En la acera de enfrente, por donde yo caminaba, había un chaval de ocho o nueve años junto a un señor mayor que debía de ser su abuelo. Cuando los rebasé, oí una voz infantil interrogativa hasta el asombro:
-¿¿¿El hambre es negra???
-Mmmmuuyy negra…
Y, aunque no alcancé a oír la sabia lección que empezaba a soltar el abuelo, me volví hacia ellos para poder recordar sus caras.
Espero que vendan mucho, aunque al final lo importante es que un sábado al mes el Orzán se convierta en un barrio y los negocios de los que se han arriesgado o se han empeñado en vender aquí ropa, fruta, productos de comercio justo, cuero, cómics o lo que sea abran sus puertas y puedan empezar a creerse que esta zona castigada por la dejadez de los propietarios y la ruina de sus edificios llegará a ser un barrio rico -en el mejor sentido-, diverso y acogedor.
Antes de acercarme a los puestos, cuando estaba en el supermercado, he visto comprar verdura a uno de los soñadores que se atrevió a abrir su negocio al final del Orzán -en la esquina donde algunas mujeres se venden por un pico y otros se vuelven pendencieros mientras se ahogan en alcohol- y consiguió convertirlo en el restaurante más encantador e inesperado que he visto por aquí. Era el cocinero del Gorencia, una esquinita del mundo que sacó adelante con su pareja gracias a una rica carta, un trato muy atento y unos precios más que razonables y que tuvo que cerrar hace más de un año precisamente porque el dueño del bajo que ocupaban había dejado morir el edificio en busca de mejores beneficios.
Hace un mes o así salí de casa y me topé de nuevo con el cartel del Gorencia, y se me alegró el día. Está en la calle del Orzán también, pero mucho más arriba, a la altura de la iglesia castrense de San Andrés. Unos días después Xosé y yo nos fuimos a estrenarlo y nos encontramos con un local mucho más grande y mucho menos encantador que el otro, pero con una cocina y una atención que permanecían intactas. Ella, que atiende las mesas, nos trató como a clientes de años y él, que ahora tiene una cocina amplia en la que casi puede bailar cuando en la otra apenas se movía, preparó todo tan bien como lo recordábamos. “Entonces no ha perdido la mano”, dijo ella modesta y complacida cuando elogiamos la cena.
Me gusta pensar que tengo un barrio, que este es mi barrio, un barrio con una personalidad en formación, como la de un adolescente.
Pero cuánto me gustan también otros. Después del mercadillo, me fui a caminar por el paseo en dirección a punta Herminia y regresé por Monte Alto. En la calle de la Torre volví a fijarme en un local de comida rápida que se anuncia como fast food XXL y que se llama Fame Negra. En la acera de enfrente, por donde yo caminaba, había un chaval de ocho o nueve años junto a un señor mayor que debía de ser su abuelo. Cuando los rebasé, oí una voz infantil interrogativa hasta el asombro:
-¿¿¿El hambre es negra???
-Mmmmuuyy negra…
Y, aunque no alcancé a oír la sabia lección que empezaba a soltar el abuelo, me volví hacia ellos para poder recordar sus caras.
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