No es una tacita; es más bien un tazón; un tazón humeante de té con limón. Té con limón, sí; me gusta. Me gusta desde el lunes; me gusta a pesar de que el domingo pasado me tomé uno con aprensión y disgusto. Mientras lo saboreo complacida, como podría hacer casi con un cafecito con leche bien caliente, pienso en todo lo que durante años me disgustó -a veces hasta el asco, otras hasta la desesperación- y un día, por una extraña magia, comenzó a gustarme hasta el deleite. Ninguno de esos cambios de gusto tiene explicación -yo, al menos, la desconozco-, pero algunos recibieron un empujoncito feliz que hizo salir de la lista negra objetos, sabores y sujetos que, en ocasiones, han llegado a convertirse en imprescindibles y hasta definitorios. He hecho una lista con algunos de ellos:
La cerveza. No era ya su sabor, sino sólo su olor; me resultaba destestable. Por suerte, lo superé pronto; a los dieciséis o diecisiete años. No hay bebida mejor.
Los tomates. ¡Qué envidia me dio siempre ver a la gente comer tomates! Me parecieron desde pequeña tan apetitosos con ese rojo intenso y jugoso que lo intenté veces y veces, pero acabé siempre con un frustrante mal sabor de boca. ¿Y qué pasó? Pues que un día no me quedó más remedio que comerlos; fue por hambre. Las monjas de la residencia de mi primer año de universidad nos ponían a menudo de cena dos o tres empanadillas pequeñitas con tomate y, a pesar de mi tozuda negativa a tragar aquellos cuartos encarnados, acabé comiendo una noche, y otra y otra. Es que tenía hambre; mucha hambre a veces. Se lo agradezco tanto a aquellas monjas tacañas y retorcidas...
El Chanel nº 5. Me lo regalaron hace diez años casi y me pareció terrible. "Huele a pedo", dije desagradecida y muerta de risa. En realidad no olía a pedo, sino más bien a polvos de talco. No he dejado de usarlo desde entonces. No he usado ningún otro.
La fantasía y la ciencia ficción. Quizá fui una niña demasiado seria y no llegué a apreciar a Alicia ni al Principito ni los cuentos de magos y dragones hasta hacerme mayor, hasta sentirme segura no sé bien de qué. Lo de la ciencia ficción se lo debo a H. G. Wells, tan capaz de escarbar por dentro para descubrir lo que se siente ante lo desconocido.
Las aceitunas negras. Me encantan las aceitunas negras. Un día de no hace muchos años comí una y me pareció deliciosa. Hasta entonces las detestaba. No hay más explicación.
Las manzanas golden. Esto creo que tiene que ver con hacerme vieja. A medida que cumplo años más voy apreciando la fruta madura en lugar de la que me estremece con su acidez, que me volvía loca desde niña. Ayer pagué una pequeña fortuna por dos manzanas golden cuando tenía al lado unas granny smith mucho más baratas. Son los años, seguro.
La tónica. No hace mucho que la tomo y, si empecé a hacerlo, fue porque estaba mezclada con ginebra. ¿Para qué nos vamos a engañar? Lo cual no quiere decir que, una vez que le he cogido el gusto, no la tome sola. Lo que más me gusta es la tónica y el limón; no la ginebra. Palabra.
Los gatos. Cuando era adolescente me dijeron que los gatos -que ya entonces me asustaban terriblemente- saltaban en la oscuridad a lo que se moviese y que por las noches, cuando alguien estaba durmiendo, se lanzaban a la yugular atraídos por el ritmo pausado de la respiración y el latir de la sangre. Les tenía pavor y me moría de miedo las pocas veces que tenía que ir a echar las raspas de pescado a la puerta del cortello, donde aparecían con el rabo tieso y el ánimo voraz cuatro o cinco gatos de los que vivían sueltos por la finca. El día que Alejandra me dijo que tenía una cosita para mí era 15 de agosto, día de mi santa. Me lo anunció de noche, cuando estábamos ya contentas por los bares, y le dije que sí, claro. Al día siguiente, con ese sentido de la responsabilidad que me lleva a no comprometerme con casi nada, tuve que asumir ese sí que había dado como una inconsciente. La palabra es la palabra. Le pedí que fuera un macho, por favor, y ella se puso a rebuscar entre la camada para elegirme al más espabiliado. Tan espabilado era, que al mes de tenerlo en casa tuve que cambiarle el nombre porque en lugar de un macho listo me había salido una hembra -¡qué si no!-. De eso va a hacer casi ocho años. Benditas cervezas las de aquella noche.
El té. Lo último ha sido esto: el té. Llevo una semana teteando y ya me lo pide el cuerpo a media mañana. Calienta por dentro y activa el cerebro.
Lo que ahora me da miedo es pensar qué empezará a gustarme mañana.
3 comentarios:
Pues la verdad es que lo de los gustos es todo un misterio. A mí me pasó igual con las aceitunas negras. Nunca me habían gustado y, de repente un día, en un bar me pusieron empecé a comer, no sé muy bien porqué, y desde entonces me encantan. Respecto a las verduras no había excepciones: tomates, lechuga, acelgas, espinacas, pimientos... yo separaba de los guisos todos los coloritos que me sobraban... el día que me enteré que en mis lentejas había puerro, casi lloro del disgusto.... pero luego me empezaron a gustar y ahora soy la fan número uno de prácticamente todo lo que venga de la tierra. Con las infusiones, aunque no me vuelven loca, me las tomo sin problema: todavía recuerdo cuando de pequeña me estaba muriendo de dolor de barriga y me negaba a tomar una manzanilla, sólo el olor me daba ganas de vomitar, y cuantas veces me ha aliviado desde entonces. El alcohol otro gran misterio: ni el vino, ni la cerveza, ni ná, y ahora, estos dos primeros me encantan... aunque con moderación... y mi lucha para que cuando decía "me voy a tomar un café" se tradujese en tomarme un café de verdad, porque lo detestaba, fue todo un acto de voluntad férrea... ahora me encanta... En fin, tampoco me gustaba nadar y ahora recorro la piscina como pececillo en el mar... Cuantos misterios....
Ni las coles de Bruselas. Jeje.
Debo decir que lo de las coles no lo he superado... vamos, que sigo sin soportarlas, a pesar de alguna bienintencionada "estrategia educativa" que sufrí en algún momento de mi adolescencia...
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