He tenido que ir a Peruleiro, a la calle Gil Vicente, con la tapa de mi olla a presión, que he estado a punto de sustituir por una cacerola nueva y cara. En el servicio técnico me han cambiado la pieza rota y me han cobrado tres euros. Cuando pagaba y explicaba a la mujer que casi me compro otra olla, ha empezado a llover. "¡Qué va, mujer! Hay que preguntar siempre", me ha dicho ella sonriendo. Nada más salir de la tienda me he parado en la puerta, al amparo de la fachada, con la tranquilidad de quien no tiene prisa, mientras aquella lluvia de primavera empezaba a convertirse en algo serio. Tanto, que en menos de un minuto han comenzado a rebotar perlas de granizo sobre los coches. Mientras esperaba que amainase, he podido ver a un cliente que había salido poco antes del servicio técnico. Había llegado unos segundos después que yo y, mientras reparaban mi tapa, él ha pedido una aspiradora que había dejado a arreglar. "Está en garantía, pero no la encontré. Así que... a pagar", ha sugerido con poco éxito. Bajito, cincuentón, bien vestido, quizá divorciado. "¿Y cómo se nota que los sacos esos están llenos?" La mujer le ha explicado que el aparato dejaba de aspirar bien. "¿Pierde potencia o qué?". "Claro, claro que pierde potencia", ha añadido la mujer como si su explicación anterior hubiese sido suficiente.
Con la factura pagada y el cambio en el bolsillo, el hombre ha agarrado con determinación el asa de la aspiradora y cuando ha ido a levantarla se le ha desmontado medio aparato. Yo, que lo tenía a mi derecha y más que ver he intuido y oído el estropicio, he seguido con la vista al frente, muerta de risa por dentro ante aquella lucha entre el hombre y la máquina, pero los segundos se me han hecho infinitos hasta que la ha vuelto a componer y ha salido.
Poco después, mientras veía llover al abrigo de la fachada, he podido sonreír a gusto al verlo correr por la otra acera con su aspiradora en la mano y la cabeza gacha, pero ya no era lo mismo.
Yo, por mi parte, he tenido que esperar un buen rato a que el granizo diese paso a la lluvia y ésta a la llovizna, pero no he podido evitar que al bajar aquella calle empinada de Gil Vicente, por donde el agua estaba corriendo entonces entre los coches como un regato, se me hayan empapado los calcetines y los zapatos. Al ritmo de ese chof chof han bajado mis bailarinas el paseo de Ronda y, como premio a su alegría, se han topado con un tímido arco iris en el cielo gris plomo. Al llegar al paseo marítimo, el sol ha empezado a calentar de nuevo y he podido caminar hasta casa despreocupada y con los pies mojados, como una niña pequeña y feliz.
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