Hace un par de semanas caminaba en dirección al coche, que tenía aparcado en la calle Hospital, para ir a la piscina. Debían de ser las dos y pico de la tarde y se veía movimiento de chavales recién salidos de clase. Un par de ellos, uno alto y otro más bien bajito, caminaban hacia mí por la calle Zalaeta. Al llegar a mi altura, el más pequeño, que era moreno y feucho, me dijo alarmado, señalando el suelo:
Yo, que tengo muy desarrollado el sentido de la indiferencia cuando un desconocido se dirige a mí sin motivo en la calle, seguí con la mirada al frente y ni siquiera se me escapó una mueca, pero me quedé pensando en qué aplicados muchachos que eran capaces de aprovechar la lección que quizá habían aprendido esa mañana para intentar vacilar a una desconocida.
La semana pasada, cuando iba a coger el coche a la misma hora en la plaza de María Auxiliadora, me topé de frente con los dos chavales.
-¡Cuidado! ¡Se te cayó una costilla!- me dijo el morenito feucho en cuanto me vio.
Y entonces no pude resistirme. Le miré a los ojos y le sonreí. Se lo merecía.
La próxima vez me asustaré un poco.
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