viernes, 4 de abril de 2008

Sonrisa

Era un hombre alto, todavía joven, y cuando abrió la puerta de aquel piso oscuro e inhabitable -estaba segura de que resultaba inhabitable nada más entrar- me recibió con una sonrisa familiar y descuidada, como si me estuviese esperando, aunque no tenía cita. Le entregué los papeles y él, situado ya tras un mostrador en el que manipulaba hojas sin que yo las viese, comenzó a decir frases destinadas, según pensé, a alguien invisible con el que acostumbraba conversar. Pude observar sin ser indiscreta que el cuero cabelludo le brillaba bajo una pelusa castaña que seguramente preferiría no conservar: o pelo o nada, pero no esa indigna capa traslúcida que desvela el cráneo como si dejase ver las ideas. Dijo una frase más y me sentí obligada a preguntar. “Decía que son tantos papeles… Pero ya la paso. ¿Quiere las copias? ¿No las quiere? Pues a la trituradora”. Y la máquina hizo un ruido voraz y se comió mis papeles mientras yo callaba con el extraño deseo de que todo pasase rápido.
El hombre salió entonces del mostrador y me condujo por un pasillo largo y desnudo mientras seguía diciéndome cosas que a los pocos segundos yo iba olvidando, aunque recuerdo que unas veces me hablaba de tú y otras de usted, a veces coloquial y otras casi turbado. Arrastraba ligeramente una pierna y al verlo avanzar así y con esa bata blanca no pude evitar figurarme que era el ayudante de un científico loco o el mayordomo de una casa de monstruos con apariencia casi humana. Me preguntó, como ya había hecho en el vestíbulo, si llevaba pendientes o cadenas. Volví a decirle que no y dejé el bolso y la chaqueta en una silla a poco más de un metro de la máquina para agilizar todo aquello. Observé entonces que la habitación tenía un balcón estrecho y con las cortinas echadas que daba al patio interior y por el que entraba una claridad sombría pese a que estábamos en la cuarta planta y la primavera bailaba en la calle. Me pregunté quién podría haber utilizado aquel piso, enorme y lleno de oscuridades y ventanas interiores, como vivienda, pero el pensamiento se desvaneció enseguida porque el hombre reclamó de nuevo mi atención.
Me pidió que me acercase y mientras me colocaba en la posición exacta para hacer la prueba pude ver a pocos centímetros de mi cara sus manos belludas, con pequeños y oscuros mechones de pelo poblando las falanges. Quise hacer todo bien para que accionase cuanto antes aquel aparato, pero todavía tomó mi mano derecha, que agarraba una especie de asa situada a la altura de mi clavícula, y la deslizó un poco hacia abajo. No protesté, pero mordí con firmeza la pieza que me había mandado colocar entre los dientes. Me quedé muy quieta mientras la máquina por fin comenzó a girar. Unos segundos después, el hombre regresó al cuarto, de donde había salido para poder hacer la prueba, y me mandó sentarme en la silla y dejar el bolso y la chaqueta sobre una mesa baja. Sin saber por qué me puse la chaqueta como queriendo salir ya y, aunque me senté en la silla, apenas en el borde, mantuve el bolso en el regazo. Por un momento temí haberle molestado con mi desobediencia, pero casi al mismo tiempo me di cuenta de que no quería estar sentada ¿Por qué me había sentado?. Esperé unos segundos mientras el hombre se movía por el cuarto y tecleaba en una vieja máquina de escribir y, cuando salió un momento de la habitación, me puse en pie como si me rebelase.
Regresó con un sobre alargado en las manos y me dijo algo así como “ya está”, pero todavía se inclinó de nuevo sobre la vieja máquina de escribir y tecleó mi nombre, como supe luego. Entonces, como si por un momento su cuerpo actuase con el alma de otro, giró el tronco sin erguirse del todo y se me quedó mirando con los ojos fijos y demorados, como si quisiese contar un secreto dulce o confesar un amor pero no tuviese palabras. Arqueó apenas las comisuras de los labios e, igual que el muñeco mudo de un ventríloculo, recuperó su posición ante la máquina de escribir sin decir nada. Transcurridos apenas unos segundos, se incorporó por fin, extendió el brazo hacia mí y me dio el sobre con la prueba y también las gracias. “Hasta luego” me dijo con una sonrisa que ya parecía suya y me dejó escapar por el pasillo largo hasta la puerta. No oí ningún paso tras de mí, pero no pude evitar sentir a ratos frío y miedo. Al salir del ascensor, me alegré de ver de nuevo al portero, al que había pedido al llegar al edificio que me indicara el piso de la consulta, y al pisar la calle y recuperar el sol, me sentí salvada; no sé de qué.
Cuando llegué a casa y abrí el sobre, me estremecí otra vez al ver mis dientes apretados, asomando en la oscuridad como fantasmas.

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