Hoy quería hablar de Jane Austen, que me ha tenido absorta buena parte del fin de semana con Orgullo y prejuicio, pero cuando he salido a tomar el aire después de rematar la novela y realojar este blog, me he cruzado con él -ese chico de la foto- en el paseo, a la altura de la Domus. Hace ya bastantes meses -quizá más de un año- que lo vi por primera vez no sé bien dónde; creo que en San Andrés o en el Cantón. Recuerdo que tenía barba de náufrago, larga, rojiza y como de algodón de azúcar, pero los ojos -pequeños y muy azules- y la mueca llorona que le encogía la cara eran de niño. Aunque no le eché más de veinte o ventipocos años, en verdad parecía un pequeño que deambulaba perdido por la calle en busca de su madre. Vestía como un mecánico o un marinero en día de labor y llevaba una mochila al hombro, pero lo que se me quedó en verdad grabado de él aquel día fue que tenía la cara enrojecida y gimoteaba mientras soltaba frases en inglés como si las rumiase y después las escupiese. Daba la impresión de que era un loco de otro tiempo en un mundo de cuerdos de hoy o un delfín varado en una playa llena de bañistas. O un niño inglés que había naufragado en sabe Dios qué mares antes de llegar a este puerto hecho un viejo polizón. Él siguió andando de aquí para allá, meneando la cabeza, y yo me fui con su cara muy metida dentro y pensando en por qué la vida se tuerce a veces tan pronto.
Creo que ese día volví a verlo por otra esquina del centro llevando ya un par de bolsas de plástico y desde entonces, muchas veces más. Siempre solo. Siempre con esa expresión llorona de quien ha perdido a su madre.
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