
Con la factura pagada y el cambio en el bolsillo, el hombre ha agarrado con determinación el asa de la aspiradora y cuando ha ido a levantarla se le ha desmontado medio aparato. Yo, que lo tenía a mi derecha y más que ver he intuido y oído el estropicio, he seguido con la vista al frente, muerta de risa por dentro ante aquella lucha entre el hombre y la máquina, pero los segundos se me han hecho infinitos hasta que la ha vuelto a componer y ha salido.
Poco después, mientras veía llover al abrigo de la fachada, he podido sonreír a gusto al verlo correr por la otra acera con su aspiradora en la mano y la cabeza gacha, pero ya no era lo mismo.
Yo, por mi parte, he tenido que esperar un buen rato a que el granizo diese paso a la lluvia y ésta a la llovizna, pero no he podido evitar que al bajar aquella calle empinada de Gil Vicente, por donde el agua estaba corriendo entonces entre los coches como un regato, se me hayan empapado los calcetines y los zapatos. Al ritmo de ese chof chof han bajado mis bailarinas el paseo de Ronda y, como premio a su alegría, se han topado con un tímido arco iris en el cielo gris plomo. Al llegar al paseo marítimo, el sol ha empezado a calentar de nuevo y he podido caminar hasta casa despreocupada y con los pies mojados, como una niña pequeña y feliz.